Acaso el hundimiento del "Costa Concordia" acabe por ser la gran metáfora del naufragio del modo de vida postmoderno, del buen rollito, del todo vale, del tengo derecho a todo y deber de nada, del espectáculo como valor ético máximo, del impudor, la codicia, el timo, el robo y la usura como medios naturales de vida. Contamos ya con más de una docena de muertos en aquella catástrofe y, a la espera de lo que en su momento determinen los jueces (o sea, siéntense ustedes y esperen), todo apunta a un capitán cobarde, errático y negador de la evidencia, a una naviera atribulada por que le cuadrasen las cuentas, a un sistema de evacuación que parecía patentado por unos Hermanos Marx borrachos, a una apoteosis de la estupidez. Se fueron a pique las tulipas fucsias y azules y esmeraldas que pendían de los techos, los sillones de tapices aleopardados, las máquinas tragaperras y las de videojuegos, los cientos de tumbonas y los aparatos gimnásticos, todo el clamoroso mundo hortera que albergaba el buque se lo está tragando la mar. Qué alegoría de los tiempos que corren.

Hay un relato divertidísimo de Gerald Durrell, "El viaje inaugural", en donde se cuenta los sobresaltos que la familia del autor sufre a bordo del "Poseidón", un barco de tripulación griega. Ni los camareros saben servir, ni el cocinero cocinar, ni el capitán capitanear: ni tres empleados juntos son capaces de sacar a Margo del retrete donde ha quedado encerrada. La pista de baile es diminuta; el bar, una sentina en que se sirve caliente lo que debe ser frío y viceversa; la orquesta, un grupo de septuagenarios que solo sabe una canción; los empleados no saben hablar, pronuncian "noctorno" y "camaroto", confunden "parrilla" con "perilla", la proa luce un considerable agujero premonitor. Sin embargo, todos ríen: la inconsciencia es arma poderosa. Claro está, el "Poseidón" acaba comiéndose el muelle de atraque (un nuevo boquete en la proa). Si no hubiese habido víctimas en el "Costa Concordia" (lo irreparable) y todo se hubiera reducido a un buen susto (reparable con ansiolíticos) por la memez de acercar al buque a una isla para que desde ella saludasen los isleños y respondiesen los turistas, en una glorificación de lucecitas, farolillos, sirenas sonantes, tarantelas y majaderías varias, parecería que Durrell había escrito el relato de lo sucedido. Máxime cuando, según parece, el capitán arguye que las rocas contra las que chocó "no debían estar allí": la culpa fue, pues, de la restinga que abrió el casco de la nave como se abre una lata de conservas. No de la incompetencia en el timón y en la tecnología, de la codicia naviera, de haber elevado cubiertas y cubiertas con un calado que aconsejaba muchas menos; tampoco de primar la diversión y el espectáculo a bordo por encima de la seguridad. No, la culpa fue de los rompientes. Qué metáfora de los tiempos que corren, donde los capitanes (financieros) y la tripulación (bancaria) nos quieren convencer a quienes vivimos de un sueldo de que no debíamos haber estado allí (en la década pasada) gastando como ellos nos rogaban, suplicaban y exigían casi: consuma, compre, invierta, decían.

Pasarán a la Historia (si la hubiere) estos años iniciales del XXI como los años de la incompetencia nunca asumida, de la nula responsabilidad como norma. El sargento que, durante mi servicio militar en la Armada, daba teórica nos explicó que, cuando estuviésemos en el barco, dijésemos siempre: "Estoy a bordo". Se me ocurrió preguntar de dónde venía la expresión "a bordo", pobre de mí. Amén de la inquina eterna sargentil y un arresto, obtuve la siguiente explicación: "A bordo viene de a bordo y sanseacabó. A ver si vas a saber tú más que el que hizo la Marina". Tenía razón. La crisis, la miseria moral, los naufragios vienen de la crisis, la miseria moral y los naufragios. A ver si vamos a saber nosotros más que los que nos hundieron en la escasez, nos despojaron de la ética y nos ahogan. Restingas somos, que no teníamos por qué haber estado allí.