Uno de los datos más repetidos en la política que se hace por estos lares se refiere a lo poco que dura la memoria de sus protagonistas en cuanto varía la circunstancia. O, dicho de otro modo, lo rápido que se le olvida a unos lo que hacían cuando desde un gobierno pasan a la oposición y a otros la viceversa. O, también, cuán presto se va la coherencia argumental, y hasta la firmeza conceptual, cuando los amigos llegan o salen del poder.

No se trata de rizar el rizo ni de buscar con lupa motivos para unirse al nutrido coro de críticos de la clase política: solo de insistir en una evidencia porque ayuda a entender mejor las cosas que pasan. Y, si hay suerte, a defender el interés general que, por más que no lo crean quienes tal práctica realizan, sale muy perjudicado con esos lapsus de memoria, en su gran mayoría intencionados.

El introito, en concreto, viene a cuento del cambio de rumbo que la Xunta y el PP parecen haber emprendido a raíz de los resultados del 20-N al menos en lo que a la reclamación sobre financiación autonómica respecta. Porque han pasado de la agresividad –que no solo hostilidad– manifiesta contra el Gobierno del señor Zapatero a la paciente espera de datos que se reciban del nuevo que presida don Mariano Rajoy. Y una de dos: o lo de antes no era tan grave, o ahora cambian su actitud solo para agradar al jefe.

Es verdad, desde luego, que los modos con que la responsable, que es aún la vicepresidenta Salgado, trataba estos asuntos no fueron los mejores para sosegar los espiritus ni los gobiernos regionales, pero aún así el contraste sorprende. Porque los mismos que a doña Elena le negaban el pan y la sal parecen dispuestos ahora a servirlos sin escatimar en la mesa de quien haya de sucederla. Y eso, por mucho que traten de argumentarlo, no es de recibo.

Conste que en el caso gallego, el de la deuda que se reclama y los plazos en que habría de amortizarse no es el único caso de mutación súbita en las actitudes de la Xunta. Está también lo del retraso del AVE ad calendas graecas y la sumisión a posibles revisiones por el entrante de proyectos que tenía en trámite el gobierno saliente. Y eso, la verdad, tiene muy –pero muy, muy– mala pinta.

El señor Feijóo –que, como ya se dijo, no puede ser oposición al gobierno del PP– habría de buscar con algo más de esmero su lugar en la nueva situación española.Y quizá, para acertar en algo tan importante, le sirva aplicar el sabio refrán de su tierra: "amiguiños, sí, pero a vaquiña polo que vale”.

¿O no?