Cómico de profesión y transitorio diputado, Antonio Cantó acaba de dar la nota al renunciar a varias de las canonjías que los representantes del pueblo disfrutan por el mero hecho de serlo. El asunto ha sido muy comentado por su rareza, como corresponde a estos extraños tiempos en los que el sentido común y la honradez son noticia.

Alega muy razonablemente el novicio que sería un timo cobrar los 1.800 euros mensuales de dietas con los que el Congreso sufraga el alojamiento de los diputados, aunque –como es su caso– tengan vivienda en Madrid. Tampoco quiere que los ciudadanos le paguen sus vicios y, en consecuencia, ha rechazado el plan privado de pensiones y la línea ADSL que los contribuyentes le ponemos gratis en su domicilio a los parlamentarios electos. Ya tiene una que se paga de su bolsillo.

No se sabe qué asombra más: si la actitud de Cantó por insólita o la de los demás diputados por habitual. Sorprende desde luego el analfabetismo tecnológico de unos congresistas que, a diferencia de la mayoría de los españoles, parecen no disponer de una conexión a Internet en casa y han de mendigársela al Estado. Y no solo eso. Gente que va a ganar, peseta arriba o abajo, un millón al mes (del que apenas tributará una parte a Hacienda) tampoco cuenta con medios suficientes para comprar una pizarra electrónica Ipad o un teléfono inteligente Iphone: artilugios ambos que forman parte del kit que el Congreso obsequia en nuestro nombre a cada uno de sus diputados.

Tales privilegios parecen cuando menos antiestéticos en tiempos de crisis y rebajas del nivel de vida de la población, aunque los delegados del pueblo puedan alegar en su descargo que estas cosas suceden en todas partes. Está reciente aún, sin ir más lejos, el caso del Reino Unido, cuna del parlamentarismo donde los miembros de la Cámara de los Comunes están autorizados a cargar al contribuyente los gastos de su segunda residencia. No contentos con eso, muchos de ellos facturaron también al Tesoro el arreglo de sus jardines privados, el alquiler de películas porno, las cuotas de hipotecas ya pagadas o la compra de pañales. Alguno fue lo bastante roñoso como para endosarle al Parlamento los 110 euros que le había costado cambiar las bombillas de su casa.

El escándalo desvelado hace un par de años forzó entonces la dimisión del presidente de la Cámara, a la vez que más de doscientos diputados desistían de presentarse a la reelección en un súbito ataque de vergüenza no exactamente torera. El caso inglés pareció demostrar que el dinero –cuando es público– estimula la picaresca de quienes lo disfrutan, sin que importe gran cosa que se trate de británicos con mucha flema o de españoles herederos de la vieja tradición del Lazarillo de Tormes.

Como quiera que sea, el actor Toni Cantó ha sentado un mal precedente con su cantada. Aun sin pretenderlo, su actitud va a dejar inevitablemente en evidencia a la mayoría de los diputados restantes que no han dado la menor señal de querer renunciar a las extravagantes prerrogativas que los congresistas se obsequian a sí mismos. Tampoco hay nada de lo que preocuparse. Por mucho que se alborote estos días la parroquia en los bares, los políticos saben a fuerza de experiencia que el asunto pasará rápidamente al olvido, como de hecho ocurrió ya otras veces.

Dentro de unos días, ya nadie se acordará de que entre todos le estamos pagando a los padres de la patria sus planes de pensiones, sus exenciones fiscales, sus Ipads, sus Iphones y sus líneas ADSL gratis total. Aunque tampoco sería bueno confiarse. Más pronto que tarde, el Congreso va a aprobar nuevas subidas de impuestos y/o rebajas de salarios que acaso le refresquen la memoria a la gente. Igual los diputados reciben entonces algún que otro mensaje de contenido poco grato en el Iphone que los ciudadanos acabamos de regalarles.

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