Hay dos crisis mundiales: la de los mercados asaltantes y la de los domingos por la tarde. Asombra que ningún partido político haya tenido la ocurrencia de combatir la segunda después de ir perdiendo por puntos ante la primera. Si Rubalcaba hubiera prometido la creación de diez mil domingódromos en España no sólo habría resuelto un problema de empleo, habría mejorado drásticamente la moral nacional y captado, como mínimo, los millones de votos que perdió el 20-N. Los domingos por la tarde, la peña desnortada busca refugio en los bares y se congrega ante el televisor buscando un átomo de camaradería con el que defenderse del ataque atómico del silencio callejero, ese silencio metálico que barre las horas con escobazos de desolación y te lleva a escuchar frases sólo en apariencia intrascendentes. Una amiga protesta de los domingos por la tarde y está poniendo en solfa, sin decirlo, el sentido de la vida: la maldición bíblica del sudor en la frente se desdibuja en la promesa de las rutinas del lunes, cuando los humanos ya no se quedan abandonados a su suerte y son devorados por la disciplina laboral: felices los mandones –más aún, clarividentes: suyo es el mundo--. La sociedad del ocio está fracasando.

El pasado domingo fue el tenis quien recogió el testigo del fútbol. Tuvo del Potro una grandeza épica en su derrota y quedó claro, de paso, el extraño carácter de un deporte en el que cada tanto tiene una sustantividad especial. Un golpe puede decidir un juego, un juego puede volcar un set. Ha habido cambio de ambiente, eso sí. En el tenis de antes, el público mostraba un silencio que venía a acreditar una conciencia de clase, un desdén por los gritos de otras tribus. El público de ahora corea consignas como si en la cancha hubiera veintidós jugadores y no dos. La culpa es de la tele misma: quien colorea las gradas con su excentricidad espera que la cámara le otorgue el premio de una inmortalidad de segundos que le iguala, en forma de espejismo, a la gloria de los atletas. Esto se nota hasta cuando suenan los himnos. ¿Canta la peña los himnos que tienen letra –y hasta uno que no la tiene– por simple patriotismo? Entonces no se bregarían a codazos cuando advierten que la cámara los está enfocando, así estén pidiendo que corra la sangre impura en La Marsellesa como que Dios salve a la reina de los britanos y la mantenga victoriosa y feliz.

Ni victorioso ni feliz está Rubalcaba –acabo de exponer mi tesis sobre la causa de su derrota--. APR siente un menosprecio inconfeso y generacional por la candidata Chacón, menos lista y peor parlamentaria que él. Diez mil domingódromos a tiempo habrían sido una victoria. En serio se lo digo. Nunca es tarde.