Tres millones de españoles más que el pasado año atascan las carreteras en este puente de la Inmaculada Constitución, bajo el santo temor de que acaso sea el último. Razones no les faltan para tal desconfianza. La patronal está negociando ya con los sindicatos la eliminación de estos acueductos sobre aguas laborales y, aun si no llegasen a un acuerdo, la medida será adoptada muy probablemente por el nuevo Gobierno de Mariano Rajoy dentro del paquete que se dispone a meternos.

No va a quedar más remedio que decirle adiós a la Virgen de la Constitución, al puente de San José y al de la Virgen del Pilar, entre otros muchos que hasta ahora certificaban la imparcial devoción a los santos y al ocio tan característica de este país. Poco importa que para cumplir ese propósito sea necesario andar cambiando de sitio en el almanaque a vírgenes y constituciones, de tal modo que los festivos caigan siempre en lunes. Cuando las urgencias de la economía aprietan, ni a los santos se respeta.

En esto, como en casi todo, tendemos a imitar a los países del mundo anglosajón que, siguiendo su tradición luterana y algo hereje, llevan ya años moviendo a los santos al lunes. Italia acaba de hacer lo propio y, lógicamente, la próxima en ofrendar el sacrificio de los puentes en el altar de la producción será la antaño catolicísima España.

No quiere ello decir que aquí se trabaje menos que por ahí afuera, contra lo que a menudo sugiere nuestra estricta gobernanta Ángela Merkel. En realidad, los españoles dedican al curro 65 horas anuales más que los alemanes y 125 más que los franceses, por citar a las dos naciones que estos días quieren meter en cintura a los perezosos habitantes de la Europa del sur. La diferencia, si acaso, estaría en el considerable número de catorce festivos que, con la propina añadida de los puentes, hacen de España uno de los países con mayor holganza vacacional. Eso es lo que ahora se va a acabar, previsiblemente; aunque no es probable que a cambio nos reduzcan el dilatado calendario laboral de 1.720 horas al año para asimilarlo a las 1.655 de Alemania.

El problema es más bien de calidad que de cantidad. Las estadísticas de rendimiento sugieren que una hora de trabajo le cunde mucho más a un alemán –e incluso a un francés– que a un español. No es que aquí se trabaje poco, sino que se produce menos: y acaso la clave del asunto resida en esa mejor organización que permite a los centroeuropeos sacarle más provecho a la faena aunque le echen menos horas que nosotros.

No parece que los empresarios españoles se anden con esas sutilezas, a juzgar por su empeño en que trabajemos más y no necesariamente mejor. Aparcada para más adelante la cuestión de la productividad, lo que importa ahora mismo es restar jornadas de ocio al calendario mediante la oportuna y tal vez ya inmediata supresión de los puentes entre festivos.

Aunque se trata de una decisión de orden básicamente económico, lo cierto es que sus consecuencias afectarán a la esencia sociológica del país. La afición a tender pasarelas de recreo entre los días feriados venía siendo, en efecto, un rasgo lo bastante hispano como para que se practicase por igual en la fabril Cataluña y en la Andalucía alegremente meridional; en el rico País Vasco o en la Galicia que tira a pensionista. El puente capaz de aunar lo sagrado y lo profano, como estos días ocurre con el de la Inmaculada Constitución, era uno de los rasgos específicos que distinguían a España dentro del concierto de las naciones. Se trataba, por así decirlo, de nuestra particular aportación a la ingeniería del ocio.

Con su pérdida seremos más europeos, más anglosajones y más currantes, pero mucho menos singulares de lo que solíamos. Así parecen haberlo entendido, al menos, los diez millones y medio de españoles que estos días aprovechan –en mayor número que nunca– la semana fantástica del puente de la Constitución. Por si fuese el último.

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