En un interesante artículo, aparecido la semana pasada, sobre las consecuencias y los efectos de la crisis económica, el catedrático de Harvard Kenneth Rogoff señalaba que, más que a una recesión, nos enfrentamos a una gran contracción. Las diferencias entre ambas se sustancian en su profundidad. Una contracción no es solo más severa sino que se alarga más en el tiempo, causando transformaciones más hondas en el tejido social. No es previsible, señala Rogoff, una recuperación rápida ni una pronta normalización del mercado laboral; no, si antes no se desapalanca una economía azotada por un endeudamiento brutal. En su clásico This time is different, el economista americano argumenta que este tipo de crisis suele terminar en la suspensión de pagos por parte de los países más débiles, algo que están empezando ya a temer los mercados internacionales. Si el funcionamiento de la economía requiere confianza, ahora vivimos instalados en el reino de la incertidumbre. Como cualquier tormenta, ésta también pasará y entonces nos daremos cuenta de que no toda la economía está enferma por igual. Quiero decir que habrá ganadores y perdedores, que es muy previsible que se produzcan grandes transferencias de poder y de capital y que nos encaminamos hacia una fuerte fragmentación social.

La pregunta que se plantea en este momento es la siguiente: ¿cómo desendeudar la economía? Quizás la única respuesta posible sea mediante el crecimiento, aunque nadie sabe muy bien cómo conseguirlo. Paul Krugman apuesta, desde una óptica más socialdemócrata, por las grandes inversiones en infraestructuras, consciente de que lo que se necesita es, en primer lugar, empleo. Rogoff opta por dar prioridad a los ajustes y a la consolidación fiscal. Todos, sin embargo, coinciden en la importancia de generar inflación en un contexto fuertemente deflacionario. Se ha repetido con frecuencia que la inflación es el impuesto de los pobres y también que provoca una transferencia de riqueza del ahorrador al deudor. Seguramente es injusta, pero, tal vez, sea la alternativa menos dolorosa.

Es interesante comprobar cómo, a ambos lados del Atlántico, los mandatos de los respectivos Bancos Centrales son diferentes. Para el Banco Central Europeo, tan influido por la peculiar historia alemana, la lucha contra la inflación es el único objetivo. Para la FED norteamericana, el control de los precios va de la mano del crecimiento económico, primando uno u otro según la coyuntura. Esto explica, en parte, las actitudes dispares ante la crisis: las subidas de tipo a destiempo de Trichet – coincidiendo, una y otra vez, con el desplome de la economía–, la agresividad de los programas de Quantitative easing lanzados por Bernanke, o la siempre reticente compra de bonos PIGS por parte del Banco Central Europeo. En general, se puede afirmar que la política económica estadounidense –fiscal y monetaria– es mucho más agresiva que la europea y que, desde luego, se orienta más a combatir los riesgos de una eventual deflación.

Consecuencia de esta política económica dispar es la fortaleza del euro frente a la debilidad del dólar. Un dólar débil supone que América importa alza de precios, pero también que sus exportaciones son más competitivas; todo lo contrario de lo que sucede en Europa. En realidad, América –así como el Reino Unido– practican una especie de devaluación encubierta que contrasta con la dolorosa deflación –de salarios y precios– que le espera a España si quiere recuperar su competitividad. En la lucha global por los mercados, todos buscan devaluarse contra todos, mientras que sólo Euroland parece enquistada en su particular ortodoxia que, me temo, dificultará todavía más la recuperación.