Auguran los profetas del Apocalipsis una catástrofe financiera similar a la que en 1929 despojó al mundo de sus ahorros, pero tampoco hay que ponerse en lo peor. Por más que vivamos días de grave tribulación financiera, la situación no es muy distinta de la que hace tres años –en el comienzo de la crisis– obligó al emperador George W. Bush a acudir en socorro de algunas de las más importantes catedrales de la banca de Estados Unidos. Entonces, como hoy, cundía el pánico en las bolsas y el capitalismo parecía venirse abajo; pero en realidad se trataba de una mera cuestión de fe.

Son los fieles de la religión monetaria quienes sostienen con sus creencias la estabilidad del sistema. Así lo proclama al menos la leyenda "In God We Trust" ("Confiamos en Dios") que preside solemnemente los billetes de dólar: esas milagrosas estampitas que abren puertas, ablandan voluntades y obran toda suerte de portentos propios de su teológica condición.

El dólar y el euro –su reciente competidor en los altares– serían simples trozos de papel sin valor alguno de no estar sostenidos por la devoción de su multitud de feligreses en todo el planeta. Esa fe es la que ahora parece flaquear. La crisis bancaria derivada de la especulación con los pisos y las hipotecas ha convertido en escépticos a muchos de los antiguos creyentes en la santidad de la moneda, con las enojosas consecuencias que de ello se desprenden. Si la feligresía incrédula empieza a desconfiar de San Euro y San Dólar, lo lógico es que estos pierdan el aura santificante que les daba su valor. Y de ahí a la quiebra de la teología monetaria no hay más que un paso.

Avala esta hipótesis el hecho de que la gente antaño devota haya comenzado a renegar también de su tradicional confianza en la banca. Nada más natural. Los bancos son las modernas catedrales de nuestro tiempo en las que se guarda el oro –troceado en sagradas formas de onzas y lingotes– dentro de cámaras acorazadas que evocan la imagen de un sagrario de enormes proporciones. El dinero habita en estos templos como un trasunto del Dios que tiene su casa en las iglesias.

De la divina condición de los cuartos nos había dado ya noticia Quevedo hace siglos en su oda al poderoso caballero Don Dinero: un metal que a pesar de su vileza obraba entonces y todavía hoy prodigios tales que el de mover la pluma de los jueces, recoser virgos o convertir en sabio a un bachiller español. Infelizmente –o no– el oro dejó de ser patrón de referencia y su sustituto es el dólar: un billete que exige a los usuarios confianza en Dios y, sobre todo, en el valor metafísico de un pedazo de papel.

Lo que los expertos llaman ahora pánico no es otra cosa que una cierta pérdida de fe en la papelería. El estallido de las burbujas inmobiliarias y financieras hizo que mucha gente perdiese su confianza en los bancos y, con ella, la certeza antes incontestable de la santidad del dólar, el euro, el yen y demás corte celestial de las finanzas. Es el santoral –y por tanto, el sistema– lo que está en crisis.

Nada nuevo, contra lo que pudiera parecer. Si hace tres años fue el conservador Bush el que se vio obligado al rescate de algunos grandes bancos de su país que habían caído en el pecado de la insolvencia, hoy es el liberal Barack Obama quien tranquiliza a los fieles con el argumento de que Estados Unidos siempre será un país de Triple A y no hay nada de lo que el mundo deba preocuparse. Lo malo, si acaso, es que al inquilino de la Casa Blanca le empieza a pasar lo mismo que al español Zapatero: cada vez que habla sube el pan o, peor todavía, baja la Bolsa.

Aun así, no parece que este caos financiero de agosto vaya a desembocar en una recesión de proporciones casi cósmicas como la desatada por el crac de 1929. Basta con que los descreídos recuperen la fe y vuelvan a confiar en Dios como aconseja el lema del dólar. Aunque ni Obama ni los demás líderes mundiales ayuden gran cosa a ese propósito.

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