El mar, durante siglos fuente inagotable de riqueza y prosperidad para Galicia, se está convirtiendo en las últimas décadas en un semillero de conflictos económicos y desasosiego social para sus ciudadanos. A la gravísima situación del sector naval, que vive horas críticas, se le suma ahora la amenaza a la industria pesquera, en su sentido más amplio. El plan de la comisaria de Pesca de la Comisión Europea, la griega Maria Damanaki, de revisar a fondo la política comunitaria para que a partir de 2013 prevalezcan, casi en exclusividad, los criterios científicos, en aras de una supuesta y dudosa sostenibilidad, sobre cualquier otra consideración ha disparado las alarmas e indignado a cientos de empresas y miles de familias gallegas, que sienten cómo se las condena a la desaparición.

La reforma de Damanaki ha logrado de momento un efecto, no por deseado, casi desconocido en la comunidad: la unanimidad en el rechazo de partidos, empresarios, sindicatos y, aunque por razones diferentes, las propias organizaciones ecologistas. También la Xunta y el Gobierno español están de acuerdo: la propuesta es inasumible y exige un cambio profundo. La unanimidad es un buen punto de partida para dar la batalla, pero queda un largo camino que recorrer.

La experiencia nos enseña que el diseño de los criterios que rigen la Política Pesquera Común (PPC), que se renueva cíclicamente, se parece a la cuadratura del círculo, dados los múltiples y encontrados intereses que se ven concernidos. De forma sintética, se puede decir que dos fuerzas se enfrentan para imponer sus puntos de vista: la de aquellos que defienden una actividad pesquera eficaz y ordenada y la de quienes apuestan por una reducción sistemática hasta llegar a la mínima expresión. Así está sucediendo de nuevo. Sin embargo, sorprende en esta ocasión la sospechosa falta de neutralidad de la comisaria Damanaki, quien ha decidido balancear la posición de la Comisión Europea hacia el lado de los sedicentes proteccionistas.

Porque las líneas maestras de la reforma de la PPC no pueden ser más inquietantes: máximo peso de los informes científicos a la hora de fijar cuotas; prohibición de los descartes (capturas no deseadas de peces que, muertos, son arrojados al mar) a partir de 2016; veto al intercambio de cuotas entre los armadores de distintos estados de la Unión Europea; concepción de la sostenibilidad desde un punto de vista exclusivamente medioambiental; apuesta por la flota artesanal, si bien restringe ésta a los barcos de menos de 12 metros de eslora; promoción incondicionada de la acuicultura; reducción de la flota sin aportar ayudas para su desguace...

El sector pesquero gallego ha recibido con estupor el plan de Damanaki. Desilusionante, irreal, radical, ruinoso, frustrante, simplista... han sido algunos de los adjetivos más suaves que se han escuchado en los últimos días. Porque, en la práctica, ese proyecto aboca a la flota gallega, y por extensión a buena parte de la industria que se alimenta de la pesca, a su extinción, es decir, al desguace de los barcos (más de 2.000), al cierre de las empresas y al desempleo de sus trabajadores, en torno a 60.000 entre directos e indirectos. O, en el mejor de los casos, a la deslocalización, es decir, los empresarios gallegos deberán trasladar sus negocios a otros países que disfruten de una generosa cuota de pesca pero que, sin embargo, no posean barcos. Estamos, pues, ante un plan de consecuencias a todas luces tan inaceptables como grotescas. Es evidente que la política de mercado común todavía no ha llegado al mar.

Por fortuna, el documento que defiende la inefable Damanaki todavía está en la fase inicial de un largo proceso negociador. El propósito de la comisaria es que el texto se presente en el Parlamento Europeo en 2012 y que su aplicación, que podría tener rango de ley, sea efectiva un año más tarde. Así pues, hay margen para luchar por eliminar los elementos más perniciosos de la reforma y pulir aquellos otros que siendo aceptables en el espíritu que los mueve son sencillamente impresentables en su traslación al papel.

España no es el único Estado que se siente agraviado por la PPC que plantea Bruselas. Francia o Portugal, por citar solo otros dos, también consideran que es una propuesta suicida para la pesca. Es decir, España no está sola en la batalla. Enfrente hay otros países (Dinamarca, Gran Bretaña, Suecia, Estonia...) que, con infinitamente menos peso en la industria pesquera, y por tanto mucho menos que perder, se sienten cómodas con el plan Damanaki.

La propuesta de reforma tiene apartados especialmente endebles. Existe, por ejemplo, una coincidencia general en el sector respecto a que los datos científicos y técnicos que justificarían toda la reforma son, cuando menos, inexactos. Investigadores y expertos en la materia admiten públicamente que las cifras que ellos están manejando no coinciden con las que esgrime Bruselas. Y España es puntera en ese campo. A la vista de la contradicción, lo razonable sería que la Comisión Europea incrementase los medios y los recursos científicos para disponer de una información detallada y real de las pesquerías.

Carece de sentido promover un recorte drástico de las capturas sobre un total que se desconoce, solo a partir de datos aproximados, y por tanto discutibles, del estado de los stocks. ¿Cómo puede mantener la comisaria Damanaki que el 75% de las pesquerías comunitarias están sobreexplotadas cuando los propios científicos no se ponen de acuerdo sobre este punto? ¿Cómo puede imponer unos criterios que llevan a una parte sustancial de la industria pesquera gallega a un punto de no retorno sin disponer de todos los datos? ¿Por qué su plan parte de la base maniquea de que los pescadores, en su conjunto, son insaciables depredadores por naturaleza? ¿De verdad tiene sentido tratarlos como presuntos culpables de esquilmar los stocks cuando, en realidad, son los principales interesados en lograr la sostenibilidad de unos recursos que garanticen su actividad y la de futuras generaciones?

Hace un año FARO denunció que el sector naval gallego corría serio peligro por la determinación de Bruselas –de nuevo Bruselas– de poner fin a la tax lease, un bonificación fiscal para los astilleros. Nadie o, para ser exactos, solo unos pocos se tomaron en serio aquella alerta. La mayoría se mostró absurdamente esperanzada en que las cosas se solucionasen por sí solas. Las consecuencias de aquel desistimiento o indiferencia, fundamentalmente políticas, son hoy bien conocidas: suspensión de pagos y cierres de astilleros, miles de parados, protestas en la calle, la última y multitudinaria el pasado jueves en Vigo, y negociaciones contra reloj para evitar lo peor.

Esperemos que en este otro asunto capital para los intereses gallegos, el de la reforma pesquera comunitaria, todos, empezando por nuestros representantes políticos, actúen con más diligencia, denuedo y firmeza. Todavía hay margen para poner freno a este sinsentido comunitario antes de proceder con los estériles, frustrantes y habituales lamentos.