En el acto de presentación de “Humo en la recámara” me emocioné dos veces frente al público congregado en el auditorio del Club Faro y reconozco que me costó mucho recuperarme y seguir. Fueron dos angustiosos momentos de bajón e incertidumbre en los que ni yo mismo sabría decir qué ocurrió exactamente dentro de mi cabeza para que me derrumbase de ese modo y no fuese capaz de desviar el llanto a la orina. En una de las ocasiones me emocioné al recordar los amargos momentos de las depresiones que sufrí y que me mantuvieron apartado del oficio durante dos años y medio; en la otra creo que me conmoví al reconocer que después de haber luchado durante cuarenta años por hacerme con el afecto de los lectores, me daba cuenta de que era un perfecto desconocido en mi propia casa y que los míos apenas saben de mí que soy el tipo que firma esas columnas ásperas y sentimentales que a toda costa evitan leer. Supongo que los míos se resisten a la idea de que soy un tipo errático que ha puesto con frecuencia los placeres por encima del deber, un periodista que si recela de la gente es porque teme encariñarse y que luego por su propia culpa salgan mal las cosas. En un momento del acto en el Club Faro me armé de valor y admití que en la tesitura de elegir entre la escritura y la familia, no dudaría en preferir mi oficio. Una confesión así hace mucho daño en quien la admite, pero yo ya hace mucho tiempo que elegí la sinceridad por encima de la conveniencia y no entendería mi espalda sin llevar cargado en ella, como un fardo moral, la sensación abrumadora de la culpa, el peso a veces insoportable del remordimiento. Muchas veces he pensado que ya que con no pocos esfuerzos me hice a mí mismo, ahora estoy en mi derecho de ser yo quien dirija personalmente la voladura de mi conciencia y coloque meticulosamente la dinamita que asegure mi propia destrucción. A mi siquiatra le dejé bien claro en su día que no seguiría ningún tratamiento si había la menor posibilidad de que pudiese afectar a mi manera de entender la vida y de ejercer la escritura. Mi siquiatra lo comprendió y no dijo nada en contra. Ambos sabíamos que la escritura es algo que se malogra si se pretende que tiene cura, como si fuese soriasis, sinusitis o fimosis. Le dije que ya que por mí mismo había generado una determinada patología mental, estaba en mi derecho de elegir la manera de administrarla, cuidando desde luego de no echarla a perder, porque yo siempre he creído que su propia mente es el único lugar en el que está a salvo un hombre. Respecto de cómo me consideran los míos, he de reconocer que comprendo su actitud y solo deseo que entiendan ellos la mía. La verdad es que ya no estoy muy seguro de que esperen algo de mí, ni podría jurar que lo que desean es que les deje en el garaje un coche en buen estado. Con la tralla que llevo encima puedo hacerme a la idea de que sea así y luchar para sobreponerme a ello. Me gusta la oscuridad y no rechazo la dulzura. Siempre quise ser un topo atravesando a oscuras un saco de azúcar. No estoy seguro de haber conseguido mi objetivo. No importa. Los míos saben que a pesar de mi desorden suelo llevar encima algo de dinero para que el coste de mi funeral no les deje sin sus merecidas vacaciones. Sé que mi muerte no les alegrará la vida, pero no descarto que digan de mí que al menos sucumbí a tiempo de aligerar sus gastos. Creo que lo que saben con certeza es que entre mi pecho y mi espalda tengo a mi nombre un corazón ciego que mastica la sangre y un sitio decente en el que morir. A veces creo que mientras duermo soy por dentro la garita oscura en la que desde mi infancia hace guardia la muerte.

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