Siempre atenta a los vientos que soplan, Esperanza Aguirre va a proponer una reforma de la ley electoral madrileña para desbloquear las listas. Espera con ello mejorar la proximidad entre electores y elegidos, y combatir la desafección que expresan las encuestas y que acampó durante varias semanas ante la sede misma de su Gobierno. Bienvenida sea cualquier mejora, aunque de ella pueda decirse: demasiado poco, demasiado tarde. Aunque peor actúan quienes no hacen nada.

Desbloquear las listas consiste en tachar al candidato que no interese o, incluso, poner numeritos para indicar preferencias. Ello complica el recuento, pero da al votante el derecho a no votar a los pazguatos, incompetentes y fantasmas que con frecuencia se cuelan en las listas por razón de cuota, influencia, amistad o patrocinio.

Llega tarde. Llevo treinta y cuatro años votando y en cada ocasión hubiera borrado gustosamente algunos nombres de la lista elegida, la menos mala a mi parecer. De haberse hecho en todas partes y desde el principio, muchos impresentables habrían dejado la política hace tiempo, y ahora el conjunto de dirigentes presentarían una media de calidad bastante superior.

Y es poco. El deterioro de la representatividad, que ya es el segundo problema colectivo a juicio de los ciudadanos ya no se soluciona con un "tache lo que no interese". De poco sirve el derecho a podar las peores ramas cuando es la planta entera la que no complace.

Nos acercamos a unas elecciones, sea cuando sea que se convoquen, en las que ninguna de las alternativas genera ningún tipo de entusiasmo. El probable ganador tiene una valoración pública que debería conducirlo a abandonar la política, y el único argumento para no hacerlo es la nota de los demás. El sistema nos propone elegir entre el fuego y las brasas. ¿De qué me sirve que Rajoy o Rubalcaba me permitan poner tachaduras en sus listas, si son ellos quienes las hacen a golpe de obediencia, y luego sus diputados actúan como marionetas?

Hay aires nuevos circulando por las calles. De acuerdo: muchos pecan de simplismo, de demagogia, quizá de populismo. Otros no: esta sociedad cada vez es más compleja y su representación política no puede estar tan monolíticamente centrada en los gestores de lo inmediato. Para salir del dilema infernal es menester que lo nuevo y diverso tenga una verdadera oportunidad de llegar a los parlamentos y expresarse con eficacia, para devenir semilla de regeneración. Quizás entonces los ciudadanos vuelvan a pensar que en las instituciones hay quien los escucha, y vuelvan a su vez a escucharlas.