Indignado como estaba con los partidos, con los parlamentos que a nadie representan, con la banca "plutocrática" y con la conjura mundial de los israelitas, el general Franco podría haberse adelantado en más de medio siglo a las modernas ideas de izquierda. Tal vez fuese un revolucionario sin saberlo: y así se lo pagan ahora al dictador, amenazado como está de que desahucien sus huesos de la tumba que se hizo construir en el Valle de los Caídos.

Al Caudillo de la voz de flauta le pasó lo que a aquel personaje de Molière que hablaba en prosa sin darse cuenta. También Franco era un progresista a su pesar. Por más que se proclamase azote del marxismo y Centinela de Occidente, lo cierto es que defendía con entusiasmo el papel paternal del Estado cuya función no era otra que la de proveer de "Patria, pan y Justicia" a sus súbditos. Algo de eso pide ahora –salvo que se le entienda mal– el revolucionario Movimiento del 15-M que tan curiosamente recuerda en algunos aspectos a aquel otro Movimiento Nacional del 18-J.

La propia palabra "revolución" no estaba tan mal vista como pudiera parecer durante el régimen de Franco. La Falange –único partido que era aceptable, precisamente por ser único– no paraba de hablar de la "revolución pendiente" y, de hecho, sus profesores de Formación del Espíritu Nacional usaban con soltura el lema: "Por Dios, España y la Revolución Nacional-Sindicalista". Sobra recordar que los falangistas pedían, sin mayor éxito, la nacionalización de la banca, además de atribuir todas las desdichas de España a una sórdida conjura de la plutocracia mundial. La misma a la que bajo el nuevo nombre de "especuladores" y "mercados" combaten hoy las fuerzas del progreso.

No sólo en estos aspectos ideológicos parecía Franco un inopinado izquierdista. También llevó a la práctica muchas de las iniciativas que ahora pasan por ser progresistas y de la banda de babor. Suya fue, por ejemplo, la idea de crear una Seguridad Social hasta entonces inexistente, aunque la ejecución del proyecto le tocase al falangista José Antonio Girón de Velasco: uno de los ministros más extremistas (de derechas) en un gobierno que no se caracterizaba precisamente por su moderación.

Firmemente convencido de las bondades del sector público, el Generalísimo aplicó desde el principio de su dictadura una política de intervención directa del Estado en todos los ramos de la economía. Como en cualquier país comunista, las finanzas estaban sometidas a una planificación central: e incluso los Planes de Desarrollo traían ecos de los famosos planes quinquenales de la Unión Soviética. De aquella segura ruina fue salvado el régimen por los tecnócratas del Opus, que le arreglaron las cuentas al país ya a finales de los sesenta sin más que introducir algunas tímidas liberalizaciones en el encorsetado esquema de producción del franquismo.

De no ser por su desagradable afición a fusilar adversarios, censurar el pensamiento y oficializar el integrismo católico como ideología de Estado, Franco hubiera podido reivindicarse tal vez como gobernante con (algunas) ideas de las hoy consideradas de izquierdas. Enemigo del despido libre y partidario de que el Estado prevalezca sobre los deseos a menudo egoístas del individuo, el Generalísimo podría pasar –para los más despistados– por un progresista de los de manual.

Las apariencias engañan, naturalmente. También Hitler agrupó a su camada nazi bajo el equívoco nombre de Partido Nacional-Socialista de los Trabajadores y hasta Benito Mussolini –que provenía del ala más radical del socialismo– editó un semanario titulado "La lucha de clases" años antes de fundar el Partido Fascista. Comparado con ellos, Franco era casi de derechas: y acaso sea esa la razón por la que ahora quieren despojarlo de su tumba a pesar de la coincidencia de algunas de sus ideas –y actitudes– con las del progresismo actual. Cuánta ingratitud.