Inesperadamente rojo pese a su condición de purpurado, el arzobispo de Canterbury acaba de arremeter contra el gobierno entre liberal y conservador del Reino Unido que preside David Cameron, al que acusa de ser todavía más de derechas de lo que parecía. Cameron está aplicando, al parecer, medidas radicales que “nadie ha votado” entre las que figurarían señaladamente la privatización de la sanidad y la educación públicas. Razón bastante para que el jefe de la Iglesia de Inglaterra lo repute de culpable de una política que, a su juicio, está enfureciendo al pueblo británico, por más que éste lo haya elegido.

Curiosa situación. La serie “Los Tudor” que estos días pasan por la tele en España ha venido a recordarnos que la Iglesia Anglicana hoy dirigida por el arzobispo Rowan Williams surgió precisamente de una rebelión contra el orden religioso que en el siglo XVI representaba el papa de Roma. Por razones de tipo más bien privado y matrimonial, Eduardo VIII puso en marcha un programa de desobediencia contra la autoridad vaticana que desembocaría en el nacimiento de una Iglesia para uso propio de los ingleses, que hasta en esto son muy suyos. A diferencia de lo que ocurre con el ahora denostado Cameron, eso sí, nadie había votado -por obvios motivos- ese plan separatista.

Tampoco los arzobispos -aunque sean de Canterbury- suelen ser elegidos por sufragio universal, pero no por ello hay que restar legitimidad a las opiniones del jefe de la Iglesia Anglicana. Casi tan indignado como los que aquí acampan en la Puerta del Sol, el obispo Williams se subleva contra el gobierno neoconservador y neoliberal de un Cameron que, al parecer, está dejando a su izquierda a la mismísima Margaret Thatcher con su programa de desmantelamiento del Estado de Bienestar. De tendencia más bien colectivista, el arzobispo quiere más Estado, más gasto social -aunque no haya caja de la que gastar- y la mayor intervención posible del gobierno en las vidas de los ciudadanos.

Poco importa que los británicos -pese a la opinión del obispo- hayan votado exactamente lo contrario de eso en unas elecciones mucho más directas que, por ejemplo, las españolas: y sin listas cerradas de candidatos a los que hay que elegir sí o sí. Nada le impedía al arzobispo concurrir con su propio programa a la votación, pero se conoce que la tendencia a usar el púlpito como tribuna política no es, como algunos pensaban, un rasgo exclusivo de la Iglesia española. También en la liberal Gran Bretaña cuecen esas habas.

La diferencia, meramente anecdótica, reside en que el jefe de la Iglesia Anglicana profesa ideas propias de la rama más extremada del laborismo. Tal circunstancia constituiría toda una excentricidad en el caso de un obispo español o de casi cualquier otro país; pero si algo caracteriza a los ingleses es justamente su propensión a la rareza.

Mucho más convencionales, los obispos de España defienden ideologías por lo general conservadoras; lo que no obsta para que, al igual que sus colegas británicos, anden todo el día a la gresca con el Gobierno. Si allá se quejan de las privatizaciones, aquí es el jefe de la Iglesia española, monseñor Rouco, el que tiene fichado al presidente Zapatero por no financiar suficientemente a los colegios privados que dependen de la institución.

Pueden parecer actitudes contradictorias, pero en realidad son la misma. Ya se trate del rojo arzobispo de Canterbury o del azul cardenal de Madrid, lo que los clérigos pretenden -o eso parece- es imponer su programa al Gobierno sin el enojoso trámite previo de las elecciones: no vaya a ser que los votos los cargue el diablo. Zapatero ya sabía cómo se las gastan, aunque ahora extrañe un poco que incluso el conservador Cameron se haya topado con su propia Iglesia nacional. La de los indignados, que crecen hasta en la curia.

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