Un sistema o régimen electoral es cualquier tipo de proceso normalizado que permita la designación de representantes de un cuerpo electoral dado. Los sistemas electorales se rigen por escrutinios estrictamente mayoritarios, proporcionales o mixtos.

La teoría del voto subyacente a estas cuestiones -entre ciencias políticas y matemáticas- es bastante técnica. No es para menos toda vez que las paradojas son numerosas -de Anscombe, de Simpson, de Ostrogorski, de Arrow, de Condorcet, de Alabama, de Downs, etc. - y afectan a los fundamentos de las reglas de decisión colectiva.

Sistema de D’Hondt

En España se ha optado por la regla de D’Hondt que favorece a la lista mayoritaria y a las coaliciones de pequeños partidos.

La regla de D’Hondt evita, entre otras, la paradoja de Alabama. La paradoja de Alabama -así llamada porque se dio por primera vez en ese estado- surge, por ejemplo, cuando en un escrutinio proporcional al disminuir el número de escaños -pongamos, de 36 a 35- el partido menos votado obtiene más representantes, verbigracia, pasa de 7 a 8, incluso con el mismo número de votos que en el escrutinio precedente y manteniendo también las listas rivales los votos sin cambio alguno.

Generalmente se acepta que por muy democrático que sea el sistema electoral, sensible a la representación de minorías, no todos los partidos o listas pueden estar representados aunque solo fuere por el simple hecho de que si hay 20 escaños y 21 partidos en liza uno, al menos, quedará sin representante.

Las ventajas del método de D’Hondt no lo eximen de algunos inconvenientes. Así, los representantes de pequeñas circunscripciones representan en general a un mayor número de votantes que los de las grandes.

Los defectos que genera la aplicación de la regla de D’Hondt, o de cualquier otra que se inserte en un sistema electoral con pretensiones democráticas, no son esencialmente graves. Lo verdaderamente extraño, contraintuitivo, es que el “teorema de imposibilidad” de Arrow (1950/51) aniquila cualquier pretensión de una decisión colectiva que respete una serie de condiciones -hipótesis y convenciones- que en una sociedad democrática se tienen por racionales y naturalmente necesarias.

Todos los sistemas electorales con vocación democrática, en los que existan al menos tres alternativas (o candidatos) y dos votantes, violan una u otra de esas condiciones. Sucede que, de ahí lo que está en juego, el teorema de Arrow se considera el más importante de las ciencias sociales.

Condiciones razonables

El teorema de Arrow se asienta en convenciones axiológicas o principios naturalmente aceptables en un sistema democrático. Por ejemplo, que la decisión obtenida en las urnas debe ser respetada si los votantes son unánimes. Sería asimismo inaceptable la presencia de un dictador (hipótesis de ausencia de dictador) cuya decisión se impone por coincidencia sistemática con la decisión colectiva.

En esa misma línea de condiciones razonables, el recuento de votos debe ser posible para alcanzar un resultado con ganador o empate en caso del mismo número de votos (hipótesis de universalidad). También parece razonable atribuir a cada persona un voto independientemente de la riqueza o importancia social de cada cual (hipótesis de anonimato): los votos se cuentan, no se pesan. Si todos los votantes, excepto los que votan en blanco, cambian de opinión se invierte el resultado (hipótesis de neutralidad). Por otra parte, es razonable que en caso de empate un voto llegue para inclinar el resultado o que un voto de más favorable al ganador no lo perjudique (hipótesis de crecimiento estricto). Kenneth May ha demostrado, en un teorema posterior al de Arrow, que si un sistema electoral verifica estas cuatro propiedades es equivalente al sistema de voto mayoritario. Como las condiciones impuestas por May parecen de sentido común el sistema de voto mayoritario no debería suscitar reproche alguno. Empero, una paradoja -conocida como efecto Condorcet- lastra al procedimiento del voto mayoritario con un defecto grave: la circularidad o intransitividad de la decisión colectiva cuando hay tres o más candidatos o alternativas en liza. Por tanto, en esas circunstancias, el colectivo social es incapaz de mostrar sin ambigüedad una preferencia mayoritaria.

En torno a las condiciones/hipótesis se ha debatido mucho. Björn Hansson ha demostrado que bajo ciertas hipótesis la única regla de decisión colectiva es la indiferencia generalizada. Hansson conserva las hipótesis de anonimato y neutralidad e introduce una tercera (hipótesis de independencia respecto a las informaciones exteriores). Esta nueva hipótesis es asimismo razonablemente exigible: si el lector prefiere un helado de chocolate a uno de nata esta preferencia no debe variar si puede también escoger un helado de vainilla. En efecto, si un elector prefiere el candidato X al candidato Y debe mantener esta preferencia bilateral aunque tenga la posibilidad de votar también al candidato Z que, por supuesto, quizás prefiera al candidato X.

Estos ejemplos, muestran el tipo de metodología que se ha seguido en teoría del voto a partir del trabajo seminal de Arrow.El omnipotente dictador

En su demostración, Arrow mantiene las hipótesis de universalidad e independencia con relación a las informaciones exteriores y añade lo que él llama “principio de la relación positiva” (hipótesis de monotonía): si un candidato progresa en las preferencias de los votantes, sin bajar en la de otros, esta variación positiva no debe perjudicarlo. La formulación habitual del teorema añade a las tres condiciones precedentes la ausencia de dictador. Con estas hipótesis, el teorema de Arrow cae en las ciencias sociales con la violencia del rayo. Para no violar alguna de las hipótesis de base (universalidad, independencia con relación a las informaciones exteriores y monotonía) con tres o más candidato y dos votantes como mínimo, el único procedimiento de decisión colectiva que permite tomar una decisión sin ambigüedad es la dictadura: la preferencia colectiva es sistemáticamente idéntica a la de un elector individual llamado dictador.

La demostración se basa en que un procedimiento de voto posee la propiedad de unanimidad, es decir, el conjunto de los electores es decisivo. En un colectivo de 200 miembros, 101 forman una parte decisiva. A su vez, dictador es el elector que por sí mismo constituye una parte decisiva. Arrow demuestra matemáticamente que no existe ninguna regla de decisión colectiva que satisfaga las condiciones básicas junto con la hipótesis de ausencia de dictador por eso se le llama “teorema de imposibilidad”. Una demostración completa y robusta debe incluir la eventualidad de las indiferencias individuales o colectivas. La primera versión del teorema era inválida hasta que la corrección se publicó en 1964. La forma seminal del teorema de Arrow no utilizaba la condición de unanimidad sino otras dos condiciones que llevan a la unanimidad.

El teorema de Arrow tuvo una tremenda resonancia en ciencias económicas, políticas y sociales debido seguramente a la simplicidad de su enunciado y a su carácter paradójico, contraintuitivo, al enunciarse en una sociedad tan profundamente individualista y democrática como la estadounidense. Años después, Allan Gibbard (1973) y Mark Satterthwaite (1975) demostraron, independientemente el uno del otro, un teorema análogo al de Arrow (Gibbard-Satterthwaite theorem) pero más específicamente centrado en los sistemas de voto para designar un ganador.

Presentadas así las cosas, la primera paradoja del voto es que tanta gente vote. Salvo excepción, los porcentajes de participación suelen ser superiores al 50% del censo electoral. Desde el estricto punto de vista de la “racionalidad instrumental”, entendida como aquella que los agentes aplican en su propio interés con conocimiento de causa -disponiendo de las informaciones pertinentes- para evaluar el coste/beneficio o la utilidad/desutilidad de sus decisiones sorprende que voten tantos electores.

Según el popular modelo de Anthony Downs, puesto que la probabilidad de que un elector cualquiera que llamaremos agente representativo influya con su voto el resultado de una votación es prácticamente nula, infinitesimal, ningún eventual votante tomado individualmente tiene interés en ir a votar al ser una pérdida de tiempo. Aplicando la racionalidad instrumental, la predicción del modelo de Downs es que el agente representativo no vota pero como todos y cada uno de nosotros somos idealmente representativos nadie debería votar. Ahora bien, la realidad arruina la capacidad predictiva de este modelo habida cuenta que, paradójicamente, la mayoría de los electores votan.

El votante es un ser social

Para explicar esta paradoja sin salir del marco de la racionalidad instrumental se ha recurrido a varias interpretaciones. Por ejemplo, la de Ferejohn y Fiorina (FF) es ingeniosa pero vacua. El modelo de FF propone una especie de apuesta pascaliana en la que el agente representativo suscribe un seguro virtual a bajo coste -el coste o desutilidad de ir a votar- para evitar males mayores aunque sea muy improbable que con su voto decida algo. Al fin y al cabo también la gente suscribe seguros contra incendios a pesar de que la probabilidad de que arda la casa es ínfima. Otras consideraciones aparte, este enfoque no parece riguroso habida cuenta que el agente representativo con ese comportamiento de precaución muestra una aversión al riesgo desconocida en la práctica. Si bien se mira, los votantes que toman por precaución las decisiones de votar basándose en la racionalidad instrumental, para evitar males mayores con el improbable peso de su voto, deberían, por coherencia, salir en verano con un paraguas, por precaución, a pesar de la baja probabilidad de que llueva o andar por las aceras con un casco por si les cae, muy improbablemente, un tiesto en la cabeza.

Más interesante nos parece un estudio suizo que concluye que, por oposición al modelo de Downs, hay razones de carácter práctico que impulsan al agente racional a votar. Una de ellas es que los agentes viven en sociedad y les satisface ser reconocidos por sus pares y semejantes como seres sociales integrados colectivamente. En estas circunstancias, el voto guarda su carácter secreto pero no es anónimo: muchos votantes desean que los vean votar. De ahí que en los cantones suizos que han instaurado el voto por correo han registrado notables bajas de participación en relación a los cantones en los que se sigue votando directamente en urna. A pesar de que en Suiza cuando hace mal tiempo es mucho más costoso en términos de utilidad desplazarse a votar que ejercer el voto postal. Corroborando la importancia que dan los votantes al hecho de que los vean votar, el estudio ha constatado que en los cantones rurales la participación es relativamente más alta como consecuencia, precisamente, de que la gente se conoce y el acto de votar es si cabe aun menos anónimo y socialmente más gratificante.

Estas precisiones, no obstante, no agotan el sujeto. Los sociólogos y politólogos especializados en sistemas electorales y teoría de la decisión colectiva avanzan que a los votantes no los guía solamente la racionalidad instrumental sino también la “racionalidad axiológica”. Muchos votantes tienen “principios” por encima de “intereses” meramente utilitaristas -al menos hasta cierto punto- y se comportan de forma coherente en consonancia con dichos principios: no solo se vota por razones utilitaristas personales sino también para ejercer un derecho inherente a la democracia la cual constituye un bien superior. Desde esta perspectiva, en la jerarquía de valores de los votantes prevalece el respeto a las normas democráticas frente al coste/desutilidad -en principio inútil pues ya hemos visto que la probabilidad de que el voto personal cambie las cosas es prácticamente nula- en que incurre el votante representativo. En última instancia, el votante jerarquiza en lo más alto de sus preferencias -solo por debajo de los valores atribuibles a lo profano/sagrado- los valores aureolados de la solvencia espiritual y el prestigio en el que se enfrentan los binomios belleza/fealdad, justicia/injusticia, verdadero/falso.

El votante mediano/indiferente

Una herramienta analítica que gozaba de gran prestigio en la teoría del voto, a pesar de ser muy restrictiva, era el “teorema del votante mediano” (Median vother theorem) cuya esencia había sido expuesta medio siglo antes por el estadístico inglés -primo de Darwin- Francis Galton. Si las preferencias de los electores son unimodales -por ejemplo, el montante de una subvención- es fácil entender que las propuestas que se encuentren por encima de la mediana, respecto a la subvención de reserva interiorizada por cada votante, serán consideradas excesivas por al menos la mitad más uno de los votantes y por tanto rechazadas; si el montante de la subvención es inferior a la mediana será considerada insuficiente y rechazada también por al menos la mitad más uno de los votantes.

Otra interpretación más interesante de esta teorema muestra que si hay dos candidatos o partidos cada uno de ellos debe desentenderse en cierta medida de los propios votantes cautivos en el suelo electoral (los que en principio siempre votan a su partido) y aproximar el programa a las preferencias del votante que divide en dos la distribución de votantes clasificados por preferencias programáticas, digamos, de izquierda a derecha. Lo cual quiere decir que al aproximar los candidatos o partidos los programas por la izquierda y por la derecha a las preferencias del votante mediano -el que se encuentra en el centro de la distribución- ambos programas acaban siendo prácticamente iguales en el entorno del votante mediano que se pretende capturar. Obsérvese que, matemáticamente, la situación en la que la papeleta de voto tiene más fuerza corresponde a una situación en la que la opinión pública frente a dos candidatos o dos programas está exactamente dividida en dos mitades por el elector mediano. Lo cual resuelve en cierta medida la paradoja del voto que surge del modelo de Downs: los electores votan porque son conscientes de su poder ya que todo se decide en el entorno del votante mediano.

En cualquier caso, este modelo gozó de sus días de gloria pero actualmente está desfaso, a pesar de que resulta bastante intuitivo, y se le prefiere en la actualidad el de Peter Coughlin (“Probabilistic voting model”).

La paradoja de Condorcet

En efecto, el teorema de Black solo funciona bien cuando las preferencias son unimodales y cuando hay dos candidatos en liza -o dos partidos- como en el caso de las elecciones presidenciales francesas o estadounidenses. Las preferencias unimodales son raras y en caso de preferencias multimodales el modelo pierde su capacidad predictiva y conduce a la paradoja de Condorcet. La paradoja de Condorcet -así llamada en honor del filósofo y matemático francés Nicolas de Condorcet, que la expuso en 1785- se resume así: los sistemas de voto mayoritario pueden aflorar incoherencias por intransitividad.

Esta paradoja muestra que cuando en las votaciones se pasa del nivel individual al colectivo no existe la garantía de alcanzar un orden de preferencias estable. La agregación de preferencias individuales hace que emerja un orden de preferencias que no verifica la condición de transitividad. La transitividad significa que si la colectividad manifiesta sus preferencias mediante voto prefiriendo una universidad a un estadio de futbol y un estadio de futbol a un museo deberá preferir también, precisamente por transitividad, una universidad a un museo. Empero, lo que muestra esta paradoja es que la comunidad con preferencias multimodales puede caer en una circularidad en la que se prefiera una universidad a un estadio que se prefiere a un museo que se prefiere a una universidad. Esta paradoja está en la base, quedó dicho, del teorema más importante de todas las ciencias sociales: el teorema de imposibilidad de Arrow.

Conclusión

Tantos defectos y paradojas de los sistemas electorales sumados a los numerosos teoremas de imposibilidad descendientes del de Arrow (en 1976 Jerry S. Kelly contó hasta 356 teoremas de este tipo, imagínense los que habrá ahora) deberían poner en entredicho, al menos desde un punto de vista normativo, el voto como técnica de decisión colectiva a partir de las preferencias de los votantes. Sin embargo, en la práctica el voto se ejercita a diestro y siniestro en instituciones políticas locales, estatales o internacionales y asimismo en asambleas de naturaleza no política y asociaciones y corporaciones o sociedades comerciales.

¿Por qué nos servimos entonces de un sistema tan imperfecto? En principio porque hay que tomar decisiones que afectan a la colectividad y no hay ninguna norma de decisión mejor. También puede darse una condición favorable (medida por una especie de índice de Nakamura); a saber, si las divergencias de los electores no son demasiado intensas disminuye la probabilidad de ocurrencia del efecto Condorcet y de la aparición de ciclos intransitivos. Es decir, la colectividad expresa su voluntad mayoritaria sin ambigüedad.