Al ser destronado por el Ejército en 1952, el rey Faruk de Egipto profetizó resignadamente que antes de medio siglo sólo quedarían en el mundo cinco reyes: el de Inglaterra y los cuatro de la baraja.

No acertó en el caso de Europa, donde se ha reinstaurado incluso una monarquía de la rama Borbón; pero sí está a punto de cumplirse su vaticinio en la parte que toca al mundo árabe. Las rebeliones y tumultos que estos días agitan a los países de la media luna han hecho caer ya a un faraón y -lo que acaso sea más lamentable- amenazan con dejar sin trabajo a algunas de las últimas reinas de la baraja que por allí ejercen. Reina gran desolación en el “Hola” y en el “Vogue”.

No todas las damnificadas -ni aun la mayoría- son monarcas en sentido estricto. Sólo Rania de Jordania y las esposas de los emires del Golfo pertenecen a la realeza, pero no es menos verdad que los regímenes dictatoriales de la zona se parecen extraordinariamente a una monarquía: tanto por su larga duración como por el carácter a menudo hereditario del cargo.

Los iguala a todos ellos, además, el muy similar perfil de sus primeras damas: mujeres con frecuencia glamurosas que se manejan -o manejaban- con desenvoltura en todas las joyerías y tiendas de marca del Occidente infiel. A esa tipología pertenecen Suzanne Mubarak y Leila Trabelsi, las dos primeras en perder su puesto de consortes con el derrocamiento de sus maridos en Egipto y Túnez.

Suzanne, la mujer del destronado faraón egipcio, recibía millones de dólares al año para sus caridades; y, como la caridad bien entendida empieza por uno mismo, no era infrecuente que el grueso de esa suma acabase en su propia cuenta corriente. Tampoco Leila, la esposa del tunecino Ben Alí contribuyó gran cosa a desmentir la fama de Alí Babá que adornaba a su marido. En realidad fue ella uno de los factores desencadenantes de la rebelión al situar no ya a cuarenta sino a cuatrocientos ladrones de su familia al frente de los principales organismos y empresas de Túnez.

Menos codiciosas pero igualmente impopulares, Rania de Jordania y la siria Asma Al Assad sufren también la amenaza de ser apartadas del trono y de las revistas del corazón por las revueltas. La que peor lo lleva es Rania, a quien las 36 tribus de su reino se la tienen jurada por moderna, bloguera y cosmopolita. Tanto, que no dudaron en exhibir ante las reales narices de su esposo Abdalá una pancarta en la que se leía: “Divórciate de esa y te damos a cambio dos de nuestras mujeres”. El rey desechó entonces tan tentadora oferta comercial de 2x1, pero bien pudiera haber reconsiderado la propuesta a juzgar por los últimos cotilleos que anuncian la ruptura del matrimonio.

No es ese, felizmente, el caso de la siria Asma Al Assad, a la que la revista “Vogue” -la misma que inmortalizó a las ministras de Zapatero- acaba de dedicar un reportaje lleno de glamour y delicados requiebros. Su marido Bashar gobierna un régimen despótico que patrocina a Hezbolá y otros amenos grupos terroristas; pero lo cierto es que ni una sola gota de sangre de torturado mancha el vestido de la “refrescante” y “chic” primera dama en las fotos de “Vogue”.

Las dos -Rania y Asma- son mujeres de corte occidental, hablan varios idiomas, practican deportes y hacen las caridades propias del cargo; aunque nada de eso sea un seguro de popularidad en el convulso y hambreado mundo árabe. Por si sí o por si no, el rey Abdalá trata de acallar la irritación de sus súbditos prometiéndoles más comida en el plato y menos chorizos en el gobierno. Menos melindroso, el sirio Al Assad ha logrado evitar hasta ahora el contagio de la rebelión sin más que apretarle a su pueblo las tuercas de una dictadura famosa por su crueldad y eficiencia.

De ellos depende que el pueblo descarte o no a las últimas reinas que le van quedando a la baraja árabe de Faruk. Y a las revistas de colorines, claro.

anxel@arrakis.es