Salió de casa sin el teléfono móvil y al darse cuenta vivió una cierta sensación de desasosiego, de vacío o indefensión similar a cuando se soltaba de la mano de su padre de niño. ¿Qué pasará si me llaman o cómo haré si tengo que llamar por una emergencia en mi camino? –se preguntó. Miró hacia arriba y le infundió tranquilidad una cámara de vigilancia de las muchas distribuidas por la ciudad que controlaba su camino por aquella calle del Príncipe viguesa, solitaria a esa hora. Hacía tiempo que la gente había cedido su privacidad a cambio de su seguridad y aceptaba estar siempre observada. Él había pasado toda la tarde ante la pantalla navegando por Internet, chateando en el Facebook o lanzando micromensajes en el Twitter con desconocidos que se decían amigos y hasta había hecho una operación con su banco, dejando huellas on line de su paso para satisfacción de empresas o gobiernos.

No se estilaban lecturas en ese año 2011 de textos con más de 30 palabras, y no sabía que muchos años antes de internet, en un libro clásico de la literatura futurista, "1984", ya sus padres leyeron: "Siempre esos ojos que miraban, vigilantes. En vigilia o en el sueño, en el trabajo o comiendo, en casa o en la calle, no había privacidad posible". Él se sentía a gusto siendo espiado por la cerradura digital, entre cámaras en el parque, en el supermercado, en el banco, en el metro o en la biblioteca; le parecía normal la información biométrica de los pasaportes o las bases de datos que cruzan datos bancarios con personales para seguir el comportamiento y los movimientos de la gente y saber a quién se vota, qué comida nos gusta...

Mientras caminaba gozaba del aire fresco en su cara. Como todos los días, había pasado mucho tiempo en aquella madriguera doméstica en la que resolvía hasta sus agobios sexuales ante un teclado, y recordó que había dejado la televisión abierta con Gran Hermano, un programa terapéutico de gran audiencia ideado para dar salida al afán voyeurista de la población, a ese deseo de espiar la intimidad ajena que está en la biología más primitiva del ser humano. Creyendo ciegamente en su presentadora, una gran comunicadora de voraz bolsillo que decía que era una educativa experiencia sociológica, formaba parte de ese ejército millonario de personas que se dedicaban en el tiempo libre a ver cómo se rascaban los huevos, se robaban, se montaban entre ellos bajo los edredones o se gritaban terribles vulgaridades una docena de seres que matarían por salir del anonimato de su vida vulgar y anodina.

Miró su reloj y vio que iba a llegar tarde a su cita con el otorrino que iba a insertarle un implante coclear que restableciera su dañada capacidad auditiva. No quiso correr, de todos modos, porque todavía le imponía ese marcapasos que le habían puesto tras el susto aquel del infarto. Mientras llegaba a la clínica aislado del exterior por sus cascos del Ipod, le dio por sumar el número de amigos nuevos que había hecho en el Facebook. Ya iba por 2.800 personas que tenían acceso a su perfil, igual que él tenía el acceso al de ellos. "¡Pardiez –se dijo–, soy una microcelebridad sin mover un músculo ni el culo de un asiento! Bien que lo sabe esa ministra Sinde cuando nos opusimos apretando una tecla a esa ley suya que quiere despojarnos del derecho gratuito a la cultura...".

Podría ser lo anterior el principio de una novela al galope entre Un mundo feliz, de Huxley, y 1984, de Orwell, pero ya no sería futurista sino actual. Un tipo abierto al mundo por Internet, la tecnología más democratizadora de la historia, pero también adicto a ella; entre tanta vorágine hiperdocumental que es incapaz de digerirla reflexivamente; con más "amigos" que nunca pero con lazos de amistad débiles, no físicos sino virtuales. Y un cyborg. Todos somos ya mitad hombre, mitad máquina, empezamos a conformar la nueva especie simbiótica de nuestro tiempo con una multiplicidad de aparatos artificiales insertados en nuestra biología: implantes cocleares en el oído, marcapasos en el corazón, biochips en el sistema nervioso, lentes de contacto en los ojos, teléfono móvil en el bolsillo, ordenador en el bolso... Seres de una galaxia digital más comunicados con personas que están a cientos o miles de kilómetros que con nuestro vecino y más interesados en lo que ocurre en New York que en nuestro vecindario. Ya no somos capaces de imaginarnos un mes sin Internet ni un día sin celular. Pero eso es lo que somos y en eso estamos.