El independentismo vasco radical ha presentado los estatutos de una nueva formación política (Sortu) que no solo cumple escrupulosamente con los requisitos de la Ley de Partidos, sino que también hace suyos los criterios jurisprudenciales del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional que la han interpretado. Es decir, no deja resquicio a la posible existencia de una tacha legal que los invalide. Por lo que he leído del resumen que ofrece la prensa se trata de un trabajo jurídico concienzudo, porque el independentismo vasco radical tiene buenos y experimentados abogados en su seno. Empezando por Iñigo Iruin, un letrado habitual en los juicios contra supuestos miembros de ETA y personas relacionadas con organizaciones de su entorno. En su capítulo preliminar, los estatutos de la nueva formación propugnan la definitiva y total superación de cualquier clase de violencia, incluida la de la organización ETA, la superación del terrorismo, el reconocimiento y reparación de todas las víctimas y la apuesta por las vías exclusivamente políticas y democráticas. La última palabra sobre la legalización de Sortu la tiene, por supuesto, la justicia española y habrá que esperar a lo que ella decida. Pero antes de que eso ocurra se ha levantado una marejada polémica considerable, porque hay un amplio sector de la opinión pública (y no solo de la derecha) que no se fía de la recta intención de los promotores de ese partido y teme que se trate de una nueva versión del viejo disfraz de los lobos con piel de cordero. La cautela es lógica, al cabo de tantos años de violencia política, porque ETA (la organización que supuestamente dirigía a todo el movimiento independentista radical desde la clandestinidad) todavía no ha renunciado definitivamente a la lucha armada ni anunció su disolución. Por otra parte, la propia clandestinidad de ETA no permite saber hasta qué punto ese control directivo desde la cúpula de la organización continúa, y si es eficaz y hasta qué punto. Se sabe que la banda está muy debilitada (prácticamente derrotada), y se sabe también que una buena parte del independentismo vasco radical da por hecho que el terrorismo debe desaparecer como instrumento de la lucha política. Comprendo la oposición de algunos familiares de víctimas de acciones terroristas que no pueden olvidar que en las manifestaciones del independentismo radical se daban gritos a favor de ETA. Y comprendo también el recelo de quienes saben que desde ese independentismo vasco radical se intentó en el pasado construir un proyecto de estado paralelo con su propio ejército (ETA), sus medios de comunicación, sus empresas comerciales de todo tipo, incluidas las llamadas herriko-tabernas, y sus cargos electos en el parlamento vasco, diputaciones y municipios. Un entramado enorme, parte a la vista y parte sumergido, que acabó bloqueado por el Estado español cuando se hizo consciente de la importancia del desafío. En cambio, no puedo comprender ni compartir tesis como la del señor Mayor Oreja, o la de todos aquellos que parecen no querer que ETA desaparezca del panorama político español. Hay un sector de opinión, digamos neofranquista, que solo sabe acabar con los problemas de convivencia mediante una victoria militar aplastante y arrasadora. Y no dudo que algunos quisieran decretar el fin de ETA mediante un bando parecido a aquel famoso de Burgos: "Cautivo y desarmado el ejército rojo, la guerra ha terminado". En España hemos padecido muchas guerras civiles y ya va siendo hora de terminar con la última que nos queda. Eso sí, con justicia y democracia.