El comunicado de ETA ha defraudado a todos los que esperaban el anuncio del cese definitivo de las acciones armadas, incluidos los militantes de la izquierda abertzale que confiaban en constituir un nuevo partido con el que presentarse, sin mayores objeciones legales, a la próxima cita electoral. Un "alto el fuego permanente, general y verificable" es una fórmula ambigua que no garantiza nada, aunque es un síntoma más de que la banda (muy debilitada y hostigada) está al borde de la disolución. La desconfianza es justificable porque en la memoria de la ciudadanía aún sigue fresca la conmoción creada por el atentado contra la terminal de pasajeros de Barajas, justo al día siguiente de que el presidente del Gobierno anunciase que los contactos con los dirigentes etarras para poner fin a la violencia iban en la buena dirección y había que sentirse cada vez más optimista. Aquel episodio está por explicar aunque parece evidente que los interlocutores, a los que el Gobierno otorgaba autoridad para buscar un acuerdo, no controlaban todos los hilos de la trama y fueron desbordados, o traicionados, por los partidarios de seguir la línea dura. Pero, tampoco debemos extrañarnos demasiado de ello. En realidad, todos los procesos de disolución de facciones armadas son parecidos y siempre habrá, desde el interior de la organización o desde los apoyos externos clandestinos, quien pretenda seguir detentando el poder que dan las armas. De hecho, ETA se ha escindido y recompuesto varias veces desde su fundación, el 31 de diciembre de 1959, y ha resistido los sucesivos descabezamientos de su cúpula dirigente, al tiempo que renovaba sus cuadros con una continua leva de jóvenes comandos en sustitución de los ya experimentados que caían presos (nada menos que 155 en Francia y 600 en España). Cuando pase el tiempo, los historiadores tendrán mucho trabajo para desentrañar los enigmas de ETA y su influencia en el devenir de la política española de los últimos cincuenta años. En un primer momento, su actuación no dejó de despertar una cierta simpatía entre los opositores al régimen de Franco porque se interpretaban sus actos como una respuesta armada legítima a la violencia institucional de la dictadura. En aquella época, los objetivos de sus atentados eran preferentemente militares o miembros de las fuerzas armadas, siendo los más famosos los cometidos contra el policía torturador Melitón Manzanas y contra el presidente del Gobierno, Carrero Blanco. El asesinato de Carrero, que desató la evolución final del franquismo, está rodeado de misterio y no faltan autores que señalan la posible complicidad de servicios secretos extranjeros en su ejecución. Curiosamente, la beligerancia de ETA fue mayor contra la democracia (600 atentados mortales) que contra la dictadura (tan solo 45). Especialmente durante el gobierno de Adolfo Suárez, en el que, en solo tres años, entre 1978 y 1980, cayeron asesinadas 244 personas, algunas de ellas destacados militares. A Suárez , que se negó a entrar en la OTAN y a reconocer al estado de Israel, no le valió conceder una amnistía que beneficiaba a los militantes de ETA y se vio obligado a dimitir por presión, entre otros, de un sector del Ejército, que intentó un golpe de estado. Una de las justificaciones de los golpistas era la incontenible violencia terrorista, que actuaba en Madrid como Pedro por su casa y, al parecer, disponía de un servicio de información propio de una gran potencia en vez de una pequeña banda armada. La historia de la influencia de ETA está por escribir.