En España quedan monárquicos y quedan republicanos, entendiendo como tales a quienes consideran esa característica del estado como cuestión trascendental e innegociable. Pero a una gran parte de la ciudadanía el tema le trae al pairo, y eso se debe en buena medida a la personalidad de Juan Carlos I que, más allá de su papel en la noche del 23-F (este año van a hacer treinta) ha tenido la habilidad de retenerse, antes que de excederse, a la hora de jugar el papel a que constitucionalmente tiene derecho. A los republicanos tibios no les molesta un rey que no se esfuerza ni en mandar ni en figurar demasiado, y son escasos los monárquicos de vieja usanza que quisieran verle dando órdenes a troche y a moche.

Pero no es solo la dimensión del papel, sino la forma de estar en él, lo que ha mantenido vivo el consenso juancarlista, que es de los pocos consensos que funcionan en España. Por ejemplo, el rey ha aguantado desplantes gubernamentales y ha pagado con distinta moneda. Recordemos a Aznar quitándose la chaqueta, en las calles de Cuba, mientras su jefe de estado todavía la llevaba puesta, gesto que expresaba un menosprecio que venia de más lejos e iba mas lejos. Y recordemos como, años más tarde, el entonces ofendido salía en defensa del ofensor ausente con aquel impagable "¿Por qué no te callas?" dirigido a un Chávez que estaba insultando al ya expresidente. Una de las expresiones de este saber estar es lo que se ha venido en llamar "campechanería" del monarca, de la que ha dado sobradas muestras, y de la que hemos tenido una más esta misma semana en su reacción a la broma telefónica de un periodista radiofónico. Este, desde la redacción de Catalunya Radio, llamó a la Zarzuela de parte "del señor Mas, desde Cataluña" para felicitarle el cumpleaños. Efectivamente, llamaba de parte del señor Mas: de Pere Mas, director y presentador del programa radiofónico, aunque en palacio entendieron (como se pretendía) que llamaba el nuevo presidente autonómico. La comunicación llegó a establecerse, y desde el primer instante se aclaró el equívoco; el rey lo tomó a bien, agradeció la felicitación, y adiós muy buenas. Lo que decíamos, muy campechano. Que diferencia, ya que hemos hablado de Cuba y de Chávez, con la reacción de Fidel Castro a una broma radiofónica cuyos autores simularon una llamada del caudillo venezolano. El dictador cubano les cubrió en directo de epítetos groseros y homófobos. Desde luego, no mostró la campechanería juancarlista. También es verdad que en la broma catalana, una vez establecida la comunicación se apresuraron a descubrir el juego, por demás inocente, mientras que en la broma cubana, firmada por anticastristas de Miami, marearon a Castro durante varios minutos antes de espetarse: "caíste, dictador!", entre grandes carcajadas.

Grande es pues la distancia entre las actitudes, tan grande como la que separa una monarquía parlamentaria europea de una lamentable dictadura tercermundista. Celebremos pues poder disfrutar de un jefe de estado campechano, aunque luego, tras colgar con una sonrisa campechana, a la Zarzuela le faltase tiempo para llamar a la emisora y preguntar a qué estaban jugando, tras lo que se decidió no emitir la grabación. Y es que una cosa es la campechanería formal y otra la irritación institucional que se expresa reservadamente.

Por fortuna, estuvo en YouTube el tiempo suficiente para pasar a la pequeña historia de las campechanerías hispanas. Y lo más que le pueden hacer a Pere Mas es pegarle un chorreo; en Cuba lo estaría pasando bastante peor.