Los ciudadanos lo tienen clarísimo, pero sus representantes políticos, con tanta frecuencia enfangados en batallas partidistas y peleas con tintes electoralistas, quizá no tanto. Según el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), ocho de cada diez españoles señalan la situación de la economía y en concreto al desempleo como sus principales preocupaciones. Y no es para menos. España alcanzó en 2010 un nada envidiable hito histórico: el número de desempleados supera los 4,1 millones. Uno de cada cinco parados de la eurozona reside en nuestro país. Y la situación de Galicia no es mejor. Su cifra de desocupados rebasa los 237.000 y por primera vez el número de afiliados a la Seguridad Social en la comunidad se sitúa por debajo del millón de personas. Pero lo más preocupante es que pese a los esfuerzos del Gobierno por querer ver la botella medio llena –la cifra de parados en diciembre fue la más baja de los últimos años–, la ciudadanía, escaldada de las fallidas previsiones del equipo económico de Zapatero, cree que lo peor aún no ha pasado y que la política de reformas emprendidas –abaratamiento de despidos, congelación de pensiones...– no está cosechando los logros prometidos.

La crisis económica es global pero sus efectos no son homogéneos, no afectan por igual a todos los países ni dentro de cada Estado a todas sus regiones. Ahí está el ejemplo alemán, que acaba de hacer público que, pese a los elementos, su economía crece y crea empleo (su tasa de paro es la más baja en veinte años). Por lo tanto, asirse de forma obstinada al argumento de que el problema del paro responde a factores externos es una actitud engañosa. El desempleo es un problema estructural en España y debe ser ésta y sus representantes políticos, estatales y autonómicos, los que lo atajen aplicando instrumentos eficaces y sin mirar de reojo el calendario electoral o supuestos réditos políticos. Por eso de poco sirve el mensaje del Gobierno augurando que en el segundo semestre se empezará a crear empleo hasta el punto de que se cerrará el año con 50.000 puestos más. Es decir, España iniciaría 2012 con 4.050.000 parados. ¿Es acaso para celebrarlo?

El horizonte, pues, no invita al optimismo. A un desempleo desbocado se suma una inflación situada en el 2,9%, un aumento de los impuestos (luz, gas, transporte, tabaco...), una congelación de facto de los salarios y, por tanto, una pérdida real del poder adquisitivo de los ciudadanos. Todos estos factores dibujan un panorama desesperanzador que, sin embargo, no está afectando a todos por igual. Y es aquí dónde hay que tomar nota.

Porque los datos evidencian que el anunciado efecto Xacobeo –una aportación del 0,5% sobre el PIB gallego y la supuesta visita de nueve millones de visitantes– ha dejado un impacto más bien limitado en la economía gallega. Recordemos algunos datos: el paro sobrepasa por primera vez las 273.000 personas; el 90% de los trabajados destruidos estaban ocupados por jóvenes; el crecimiento del desempleo en diciembre en la comunidad es el segundo del Estado; Lugo, Pontevedra, Ourense y A Coruña son las provincias españolas que lideran la destrucción de empleo; Galicia es la segunda autonomía en donde más cayó el número de autónomos (-5.200); por primera vez la comunidad tiene menos de un millón de afiliados a la Seguridad Social; el número de contratos fijos es ínfimo; el flujo crediticio a empresas y familias sigue bajo mínimos; miles de familias gallegas ya solo viven de una prestación... Si a esto sumamos que el salario de uno de cada cinco gallegos ya procede de una administración pública –local, autonómica o estatal–, que la industria da cada día más preocupantes muestras de debilidad (con pérdida de producción y empleo) y que la construcción no levanta cabeza, la situación mueve a la alarma.

Ante esta catarata de datos, la Xunta, por boca de su directora xeral de Formación e Colocación, Ana María Díaz, justificó que en 2010 "no se generó empleo, pero se destruyó menos". Su discurso, curiosamente, coincide en lo esencial con el del Gobierno socialista. Y no parece ésta la respuesta más razonable a tan compleja cuestión.

Superada la resaca xacobea, la Xunta debería centrar todos sus esfuerzos en diseñar una estrategia integral y realista dirigida a la creación de empleo. Un plan, alejado del cortoplacismo y medidas oportunistas, que apueste por un modelo económico con futuro, de bases sólidas, que prime la productividad y aliente a aquellos sectores estratégicos que tienen futuro. Una política que mime el I+D, atienda el capital humano mejorando su formación y facilite las infraestructuras, físicas o tecnológicas, imprescindibles para promover la creación de empresas propias y la atracción de las foráneas. Galicia no tiene que esperar a que Madrid mueva ficha. Zapatero no puede ni debe servir de coartada para escabullirse de las responsabilidades de cada uno. Entre otras cosas, porque la Xunta dispone de las políticas activas de empleo y, en consecuencia, tiene competencias para definir estrategias y aplicar los instrumentos necesarios. De poco sirve reclamar nuevas atribuciones estatutarias si no exprimimos las que ya poseemos.

Uno de los actos de mayor calado político de Núñez Feijóo tras ganar la Xunta fue retratarse con los líderes sindicales y empresariales gallegos en lo que se presentó como el gran pacto social por el empleo. Y meses antes el mismo Feijóo anunció un programa de "100 medidas y 300 acciones" anticrisis. Sin embargo, aún no se perciben los frutos ni de aquel acuerdo ni de este programa, salvo los que recogen con pertinacia las estadísticas del INE.

Ni los sindicatos, que mantienen impertérritos su discurso reivindicativo pero en tantos aspectos inmovilista, ajenos a que los nuevos problemas no se arreglan con viejas soluciones; ni los empresarios, que buscan con demasiada frecuencia los fondos públicos cuando las cosas van mal dadas mientras critican el intervencionismo del Estado cuando van bien, pueden limitarse a asistir a la dramática destrucción de empleo como críticos espectadores.

Luchar contra el paro es cosa de todos. De Madrid y de Santiago. Por eso hace falta un plan claro, que fije negro sobre blanco las prioridades y los mecanismos para alcanzarlas. De lo contrario, la salida de este túnel se puede hacer muy larga y a unos costes difíciles de soportar.