Alarmado por los primeros casos de ebriedad en niños de apenas diez años, el Gobierno gallego tramita una ley con la que se propone brear a multas a tan precoces bebedores. Los castigos van de las cien mil a las quinientas mil pesetas de vellón, pero igual los críos no llevan dinero suelto y, para abreviar, les trasladan la minuta a sus progenitores. Como quiera que sea, vamos a tener los borrachos más mozos y caros de Europa.

La medida no es nueva en absoluto, aunque esta vez parece que va en serio. Ya el anterior gobierno de socialdemócratas y nacionalistas había anunciado por boca de la conselleira María José Rubio su propósito de elevar a 18 años la edad mínima admisible para darle a la botella, que sigue estando en los tiernos 16. Como tantos otros, aquel proyecto pasó al olvido hasta que ha decidido rescatarlo -y ampliarlo- la nueva Xunta conservadora.

No es exactamente lo mismo, desde luego. Al requisito de la edad, la ley en ciernes agrega la prohibición de las ofertas de copas a dos por una, las multas abrasivas a bebedores y hosteleros e incluso el sometimiento de los peatones a controles de alcoholemia. Si el proyecto sale adelante, no tardaremos en ver a la Policía apostada en los botellones para requerir carnés y, en su caso, hacer que soplen por la boquilla los que parezcan estar más soplados de calimocho.

Severas en apariencia, las nuevas disposiciones no dejan de ser por ello razonables y desde luego compasivas con el castigado hígado de los chavales. Las borracheras a los catorce años -y hasta a los diez en los casos más extremos- son un augurio cierto de posteriores conflictos con el alcohol que las autoridades deben sin duda evitar. Otra cosa es que puedan, naturalmente.

Tanto o más que en prohibiciones y multas, la clave del problema bien podría residir en que Galicia ha pasado en muy poco tiempo de la cultura de la botella a la del botellón. No es cuestión nimia. A diferencia de las naciones escandinavas y anglosajonas donde el alcohol suele utilizarse como droga para alcanzar un rápido arrebato etílico, la bebida era en Galicia -y en España en general- un placentero pretexto con el que se engrasaba la conversación y se fomentaban las relaciones sociales.

Mantenida aún por las generaciones adultas, esa cultura mediterránea de la botella suscitó en su día no poca admiración entre las gentes nórdicas, sorprendidas de que los españoles no bebieran con el torpe propósito de emborracharse, sino por el mero placer del vino y la charla. Y eso que no conocían el caso particular de Galicia, donde tuvimos un monarca famoso -Don Manuel I- que a sus altas tareas de gobierno unía los cometidos de Gran Maestre de Queimadas del Reino y patrón del Serenísimo Capítulo del Albariño.

Ni siquiera Fraga consiguió mantener las tradiciones. Tanto es así que el delicado culto a la botella ha cedido paso al mucho más incivil botellón: un rito multitudinario cuya liturgia se oficia a base de alcoholes de grosera calidad sin otro propósito aparente que el de llegar por vía de atajo a la cogorza. Inesperadamente anglosajona, la parte más joven de la población parece haber cambiado los sobrios hábitos mediterráneos del buen beber por la ingestión compulsiva de mejunjes que hasta ahora era exclusiva de ciertos pueblos bárbaros del norte.

Contra esa nueva tendencia importada no es seguro que las leyes locales puedan hacer gran cosa, por mucho que la autoridad sanitaria competente amenace con crujirles los bolsillos a los padres poco cuidadosos de su prole. Más bien habría que preguntarse cuál es la razón por la que los rapaces gallegos han pasado tan rápidamente de jugar al trompo a coquetear con la trompa cada fin de semana. Aunque la respuesta pueda no gustar.

anxel@arrakis.es