Estos días, pudimos asistir a dos curiosos fenómenos de la vida política en las trayectorias de los señores Tomás Gómez (PSOE) y Francisco Álvarez Cascos (PP). Ambos pugnaban por ser nombrados candidatos a la presidencia de las comunidades autónomas de Madrid y de Asturias. El primero de ellos es un hombre joven y con una relativamente modesta biografía política (alcalde de Parla y secretario general de la Federación Socialista Madrileña). Y el segundo es un sexagenario con espolones y más medallas en la pechera que Leónidas Trujillo (hay que recordar que don Paco fue vicepresidente del Gobierno con Aznar y varias veces ministro). Para abrirse paso hasta la nominación, el señor Gómez tuvo que pelear bravamente con la dirección nacional de su partido, incluido el presidente del Gobierno, que prefería para ese puesto a la ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez, con la excusa de que era más conocida y que las encuestas la favorecían en una pugna electoral contra Esperanza Aguirre. Las presiones sobre Gómez para que retirase su candidatura fueron enormes y hasta el maquiavélico Pérez Rubalcaba declaró que el único mérito del aspirante era haberle dicho que no a Zapatero. Pero los militantes de Madrid debieron entender que negarse a los dictados del jefe, más que un defecto, es un mérito sobresaliente en estos tiempos de sumisión generalizada y eligieron a Gómez. Lo que resulte de la elección de este candidato está por ver, pero de momento han quedado demostradas dos cosas. Una, que el desconocimiento popular de una figura política es fácilmente corregible en un sistema democrático tan mediatizado como el actual, en el que se lanzan los proyectos políticos con las mismas técnicas publicitarias con que se lanzan al mercado los productos de consumo. Y dos, que el manejo de encuestas internas sabiamente cocinadas debería estar desterrado de la práctica política. Si en las primarias de Estados Unidos los demócratas se hubieran dejado llevar de inicio por las encuestas, el candidato a las presidenciales sería Hillary Clinton y no Obama. Cuando empezó el proceso de nominación del candidato socialista en Madrid, el señor Gómez era casi un perfecto desconocido, pero ahora ya se ha convertido en un personaje popular que ocupa portadas, informativos de la radio y telediarios. La del señor Álvarez Cascos, en cambio, es una trayectoria muy distinta. El problema del señor Cascos es que resulta demasiado conocido y sus comportamientos son previsibles. La dirección y cuadros del PP en Asturias, que hay que suponer representan a la mayoría de la militancia, no lo quieren como candidato, pero el ex ministro ha montado una campaña de promoción personal intensísima en la que se pide su vuelta a la política en una forma parecida a como se pedía en Argentina la vuelta del general Perón. Por aclamación de sus fieles, en andas, y casi en loor de santidad. No es previsible, sin embargo, que el PP haga lo mismo que el PSOE para elegir al candidato asturiano. Por una parte, tal posibilidad no está contemplada en los estatutos, y, por otra, desde el fiasco de Hernández Mancha, en el PP no se entiende otra forma de promoción interna que la designación. En el principio de los tiempos, Fraga se eligió a sí mismo, luego, designó a Aznar, y éste, a su vez, señaló con el dedo a Rajoy para sucederle. Ese dedo es como el que pintó Miguel Ángel para caracterizar a Dios en la capilla Sixtina. No admite réplica.