Aseguran los técnicos del Ministerio de Vivienda que Galicia es uno de los dos lugares de España donde más fácil resulta a los jóvenes vivir por cuenta propia, pero eso debe de ser solo en teoría. La cruda práctica revela que, a pesar de las muchas facilidades que les da el Estado, tres de cada cuatro chavales siguen en el amoroso útero de la casa materna hasta los treinta años o más. Va a ser verdad que como en casa no se está en ninguna parte.

A la vista de estas contradictorias cifras, se diría que los rapaces de aquí han adoptado el lema: “Vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos” popularizado por los hippies en la década de los sesenta; pero no conviene ir tan lejos. No está claro, desde luego, que los jóvenes de ahora puedan llegar a vivir de sus hijos, aunque no más sea por la bajísima tasa de natalidad de Galicia. O aumenta el ritmo de reproducción de la especie -hipótesis más bien improbable- o todo sugiere que las actuales generaciones no tendrán ya hijos a los que recurrir para que les proporcionen casa y comida en su ancianidad.

Tampoco hay por qué pensar que los chavales siguen hasta la treintena en casa de sus progenitores por mera comodidad o falta de iniciativa. Cierto es que el Instituto Galego de Estadística ha detectado la existencia de unos 14.000 “ninis” que ni estudian ni buscan trabajo; pero bien se ve que esa cifra representa un porcentaje mínimo, por no decir ridículo, del total.

Salvadas esas anecdóticas excepciones, ya quisieran los rapaces irse de casa para organizar su vida con la misma autonomía que sus congéneres de otros países donde lo habitual es que se emancipen a edades más lógicas y tempranas. Por desgracia, todo lo que se les ofrece aquí para superar la eterna adolescencia son contratos a breve plazo dotados de regios salarios que oscilan entre los 600 y los 1.000 euros. Aun sin contar con la falta de seguridad en el empleo, fácil es deducir que esas cantidades apenas les alcanzarían para pagar un cuchitril con vistas a patio interior una vez descontados los gastos corrientes de comida, vestido y copas.

La generación mejor instruida en toda la historia de este país tropieza, paradójicamente, con su exceso de formación. Por muchas licenciaturas y másteres que acumulen, los jóvenes sobradamente preparados no encuentran en Galicia empresas preparadas a su vez para ofrecerles contratos mínimamente aceptables: ya sea desde el punto de vista económico, ya en lo que toca al desarrollo profesional. Simplemente, hay pocas empresas: y las que existen -con escasas si bien notables excepciones- no militan precisamente en la vanguardia de la investigación.

Quizá esta sea la resaca que nos dejó la era dorada de la construcción durante la que los gallegos y los españoles en general le rendimos culto de latría al becerro de oro del ladrillo. Aquella resultó ser una divinidad con pies de barro que, al derrumbarse, arrastró consigo a toda la economía del país hasta dejarlo como un erial lleno de parados. Ahora necesitaríamos un Plan B como el que el Banco de España acaba de exigirle al Gobierno por si las cosas se ponen aún peor; pero lo cierto es que no lo tenemos. El dinero fácil de la especulación inmobiliaria impidió que naciesen otras fuentes de producción basadas en la industria y otros negocios más sólidos y sostenibles a largo plazo.

Los primeros en pagar el estropicio han sido, como es lógico, las gentes en edad de estrenar trabajo, forzosamente recluidas en el domicilio paterno por mera falta de oportunidades. De poco sirve en estas circunstancias que el Gobierno ayude a los jóvenes a pagar el alquiler o que los provea de rentas de emancipación o cualquier otra limosna pública. Con empleos de Todo a Cien -y gracias-, lo normal es que los chavales no puedan alzar el vuelo. Aunque no sea del todo cierto que en ningún sitio se esté tan bien como en casa.

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