Con mucho coraje y sólo un voto en contra, el Senado francés acaba de prohibir el velo integral que los musulmanes más extremados utilizan para encerrar en una especie de cárcel portátil a la mujer. La decisión de los congresistas obtuvo como respuesta una amenaza de bomba en la Torre Eiffel, pero ya se sabe que fanáticos los hay en todas partes y no conviene generalizar.

Suele llamarse burka a esa prisión transportable edificada con tela y dotada de una pequeña reja a la altura de los ojos que permite a las reclusas ver el mundo de la misma forma cuadriculada que los ideólogos de tal prenda. Gentes de vocación penitenciaria, los ayatolas, los mulahs y otros asnos rellenos de teología infusa aducen que el propósito de esa vestimenta es preservar el natural recato de las señoras. Tanto que, según ellos, son las presidiarias encarceladas bajo el burka móvil quienes por propia voluntad se calzan el sayo.

Por raro que parezca, no son pocos los que en España asumen –o al menos comprenden- esas teorías con las que suelen justificar sus despropósitos los clérigos de la rama más intransigente del Islam. Ya sea por nuestra vieja y larga herencia musulmana, ya por algún complejo que el franquismo nos dejó como secuela, los autodenominados progresistas de aquí tienden a quitar hierro, aunque no tela, al uso del abusivo burka. A falta de argumentos racionales, abundan pretextos tales como el mestizaje, la multiculturalidad –cualquier cosa que eso sea- y la necesaria concordia de civilizaciones que tan briosamente abanderan el presidente turco Erdogan y el español Zapatero.

Nada cuesta invocar el nombre del progresismo en vano y, bajo esa capa, defender el derecho de cualquier grupo religioso o étnico a mantener íntegro el ejercicio de sus costumbres y tradiciones, por más que éstas puedan chocar con la Constitución, los derechos humanos o el mero sentido común. Tal vez así se expliquen las vacilaciones de la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, que meses atrás consideró del todo inapropiada la prohibición legal del burka en la medida que penalizaría aún más –en su opinión- a las mujeres que ya sufren los rigores de ese calabozo de tela. No es que a la ministra le gustasen los velos, naturalmente. Se limitaba a exigir "respeto" y "reflexión" sobre un asunto que por su propia naturaleza resulta delicado; aunque lo cierto es que no aclaró si a quien hay que respetar es a los ayatolas o a las señoras tan rigurosamente vestidas por estos clérigos.

Nada tiene que ver la actitud de la ministra española con la de su colega francesa de Justicia, Michelle Alliot-Marie, promotora de la ley del veto al burka que el Parlamento del país de ahí arriba aprobó con una mayoría formidable en todos los sentidos de la palabra. Explicaba Alliot-Marie con claridad acaso incomprensible en España que el velo integral "disuelve la identidad" de las personas hasta convertirlas en mera parte de un rebaño al que nunca faltarán pastores interesados en cardar su lana. Mejor aún que eso, la ministra recordó que "vivir juntos supone la aceptación de la mirada del otro": una condición más bien difícil de cumplir cuando una de las partes está obligada a ocultar los ojos tras un velo por imperativo de los jerarcas religiosos que la pastorean.

Siempre podrá alegarse que la cárcel portátil para mujeres ideada por los talibanes es un invento en cierta manera similar al del teléfono móvil o el ordenador transportable. Es esa una feliz coincidencia entre los ayatolas y el depravado mundo occidental que acaso favorezca la deseada alianza de civilizaciones. Infelizmente, no lo han entendido así en la Francia republicana construida bajo el principio de que los derechos del individuo priman siempre sobre los de la casta, la religión o la comunidad. Y, por supuesto, sobre los de los groseros verdugos que encarcelan bajo siete velos a las mujeres.

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