Es imposible hablar de otra cosa que de los toros, después de la prohibición de esa clase de festejos en el Parlamento de Cataluña, tras una iniciativa popular que había recogido miles de firmas. La tertulia del café a la que yo acudo de vez en cuando era ayer una tertulia taurina asimilable a cualquier otra de la misma orientación en Córdoba o en Sevilla. Hasta hubo quien se puso de pie para ilustrar a la concurrencia sobre cómo dar un pase de pecho. Ya ni me acuerdo de cuando se habló por última vez de toros en este café. Al norte de Astorga, el interés por lo que tópicamente se llama la "fiesta nacional" ha decaído bastante en los últimos años y salvo unas cuantas ferias veraniegas (Pontevedra, Gijón, Bilbao) el resto son unos poco concurridos espectáculos que subvencionan los ayuntamientos para cumplir con su cuota de casticismo. En la ciudad donde yo resido, por ejemplo, las corridas de toros se celebran en un pabellón cubierto que se dedica preferentemente a otros usos. El sátrapa local al que se le ocurrió la peregrina idea después de ver un edificio parecido en Houston (Texas) justificó la construcción alegando que durante los festejos taurinos la cubierta del techo se abriría para dar paso al sol (elemento imprescindible de una buena tarde de toros). Pero el mecanismo se estropeó, o era muy caro de mantener, y ahora permanece fijo durante todo el tiempo. En la ciudad donde yo resido llueve bastante y el peligro suelen ser las goteras. Ver a los toros y a los toreros moviéndose dentro de un garaje, con luz artificial, es una cosa tristísima . Más o menos como asistir a un concurso de pesca dentro de una piscina (aunque todo se andará con el auge de la acuicultura). Hace años, hubo aquí una plaza de toros permanente, pero la especulación inmobiliaria, que es la auténtica fiesta nacional de esta época, aconsejó derribarla para levantar allí unos edificios horribles. El debate sobre las corridas de toros, tal como ha sido planteado, es un debate falso y lleno de trampas, al que los políticos acuden para vendernos su averiada mercancía. Falso, porque si la preocupación de los promotores de la iniciativa fuese realmente evitar un trato cruel a los animales, la protección debería haberse hecho extensible al resto de los que utilizamos para nuestra alimentación, o diversión, y no solo a los toros. Falso, porque si la identidad nacional de España y de Cataluña estuviese centrada solo en los toros aviados estaríamos. Y falso, porque no hace falta interferir con una regulación legal en lo que la sociedad va acomodando a sus gustos poco a poco. La afición a los toros ha ido decayendo en Cataluña, y en muchos otras partes de España, de la misma forma en que lo han hecho la afición al cabaré, a los cafés enormes, y a los barrios de putas. Las aficiones cambian y hay que dejarlas evolucionar tranquilamente. Y tampoco vale el argumento de la tradición para conservar artificialmente lo que decae por su propio peso. En el siglo pasado, por ejemplo, todavía era tradicional en España asistir a las ejecuciones. Los toros son un espectáculo bárbaro, como tantas otras cosas que nos gustan a los humanos, pero eso no impide que personas de gran sensibilidad, y de todo tipo de orientación política, disfrute con ellos. Ortega, Bergamín, o Hemingway eran aficionados a los toros. Y Franco, también.