Habrá alguien que lo entienda de manera distinta, pero el veto a la fiesta nacional en Cataluña no tiene nada que ver con el maltrato a los animales. La Fiesta, aunque forma parte ancestral de la cultura catalana como ha dicho el poeta y candidato al Premio Nobel Pere Gimferrer, se prohíbe simplemente por ser algo que se relaciona con España, como anteriormente se quemaron los toros de cartón piedra de Osborne. Precisamente por ese motivo, el mismo Parlament que le ha asestado una estocada a la lidia defiende, al mismo tiempo, la regulación de los "correbous", una tradición de Tarragona que consiste en correr con palos y barras de acero, hasta arrojarlas al mar, a unas vaquillas, a las que previamente han puesto para mayor escarnio bolas de fuego en los pitones. Se trata de una salvajada equiparable a tirar a la cabra desde lo alto del campanario, pero sin embargo ahí no aprecian sus señorías del Parlament menoscabo a "los derechos" de los animales o crueldad hacia ellos.

Es de nuevo la doble vara medir que caracteriza, de un tiempo a esta parte, a la política catalana. Por un lado, se protege los correbous, seña identitaria local de Cataluña, y por otro se veta la fiesta nacional, hecha, como escribió el inolvidable Joaquín Vidal, de experiencias y sabidurías; de historia y de tradición, por no hablar de la técnica y del arte que la convierten en un bien patrimonial de primera magnitud. La propaganda política nacionalista ha resultado en esta ocasión decisiva para vetar por razones supuestamente morales un espectáculo de raigambre literaria y artística, rigurosamente analizado y celebrado a lo largo de siglos, que cuenta con miles de aficionados y que garantiza una forma de vida y un desarrollo económico vinculado al paisaje y a la ganadería. No hay que olvidar que el toro de lidia es una especie única creada por el hombre, que lo ha seleccionado durante siglos y que protege un espacio natural, la dehesa, que pervive gracias a su presencia. Resulta obvio recalcar que sin la fiesta nacional no habría toros bravos que salvar, simplemente porque la especie dejaría de existir. Nadie se dedicaría a criarlos ya que su creación responde sólo y exclusivamente a un fin.

El debate entre taurinos y antitaurinos, últimamente taurófobos, es cíclico. Siempre ha existido y con argumentos más inteligentes de los que ahora se exhiben por parte de los segundos. Noel Clarasó y Manuel Vicent sirven de ejemplo. Pero las cosas que se han escuchado en el parlamento catalán, desde que se reabrió este debate, demuestran que algunos de los que se oponen a la fiesta nacional, más que animalistas lo que merecen es pertenecer a un animalario del despropósito. Por ejemplo, la reiterada insistencia en que le preguntemos al toro si le parece arte el hecho de que le pongan unas banderillas. Por razones que cualquiera entenderá resulta inútil preguntarle nada al toro, de la misma manera que no se le pregunta a un pollo si quiere ir a la cacerola, al burro si quiere tirar de un carro, o la sufrida gallina no denuncia en la comisaría más cercana que le roban los huevos tal y como animaba a hacerlo, con su inigualable ingenio y sentido del humor, Ramón Gómez de la Serna. ¿Le pregunta alguien al buey si quiere ir al matadero? No, simplemente lo que hace la gente es comerse las chuletas. No estaría mal que partiendo de estos ejemplos, los encarnizados defensores de los seres vivos, que aplauden el veto taurino, respondiesen hasta qué punto tenemos derecho a ejercer la crueldad para satisfacer algunos instintos básicos en esta civilización.Tomás de Aquino lo hizo predicando con el ejemplo.

Discutir sobre gustos estéticos es inútil. Los toros, como ocurre con cualquier otro tipo de manifestación artística, le gustan a uno o no le gustan. Podría estar un buen rato explicando por qué a muchos nos parece artísticamente bella o culta una buena faena taurina, pero eso no nos llevaría a ningún lado; existen, con el mismo derecho, abolicionistas tentados a argumentar lo contrario. Estoy cansado de escuchar de autores de renombrado prestigio universal que su obra es maravillosa cuando a mí me parece un bodrio y propia de un niño de diez años, y en el ballet me duermo. Sencillamente se trata es de una simple cuestión de libertad para elegir ir a los toros o no. De disfrutar de una corrida, aborrecerla u olvidarte de ella. Eso es lo razonable. No que un Parlamento decida lo que es y no es moral. Y lo haga con prepotencia, escudándose en los remilgos de ciertas sensibilidades antitaurinas o animalistas, pero, en definitiva, por motivos políticos sectarios y mezquinos que no se pueden ocultar. Esta manía inquisitoria de perseguir todo lo que se considera mal nos acabará llevando al estrelladero o a un amotinamiento de la razón.

Recuerden la fecha. El miércoles 28 de julio de 2010 el Parlamento de Cataluña cometió un grave liberticidio. Probablemente uno más y no el último.