Saúl: «Llovía, resbalé y… allí estaba ella. No sé si era la chica más guapa del mundo, pero en aquel momento me lo pareció. Yo era tan tímido y solitario que mi mayor diversión consistía en sentarme en el último asiento del autobús y ver el mundo tras los cristales. Así que sólo un accidente podía conseguir que entrara en contacto con el mundo femenino. La lluvia nos unió. Yo atravesaba uno de los peores momentos de mi vida. Estaba acostumbrado a no ser feliz, pero había conseguido mantener a cierta distancia el dolor. Cuando conocí a Ana, esa situación había cambiado. Y todo duele, todo, había escrito en mi diario al salir de casa. Supongo que había llegado a un momento de mi vida en el que la frustración y la impotencia ya no se conformaban con amargarme. Querían destruirme.

Se me da bien esconderme. Cuando vivía mi padre, podía pasarme horas debajo de una cama mientras él me buscaba para pedirme explicaciones por mis malas notas. Con mi madre no era necesario porque siempre tuve claro que ella me defendería, hiciera lo que hiciera. Pero aquella tarde en la que conocí a Ana, me había quedado sin islas donde naufragar. Mis estudios iban camino del desastre, mis amistades estaban hartas de mis rarezas. Me pasaba las horas muertas en mi habitación, escuchando música a todo volumen para silenciar mis pensamientos. Sin duda sufría por mi falta de talento, pero eso no me mataría. Por eso, el tipo que resbaló ante Ana al salir del cine era cualquier cosa menos una persona digna de atención. Me ayudó a levantarme, me dio un pañuelo para que me limpiara y me miró como si yo existiera realmente. Dejé de ser invisible de golpe y porrazo, nunca mejor dicho. Y aquel pobre diablo que tenía miedo a pedir la consumición en los bares se sintió de repente protagonista de una película de acción y le preguntó a aquella desconocida si lo acompañaba a tomar un café. Dijo que sí, tomamos una tónica y mi vida cambió».