Veinticuatro horas antes de que se conociese el resultado definitivo del España- Portugal en el Mundial de fútbol de Sudáfrica, el Tribunal Constitucional hizo pública su sentencia sobre el Estatuto de Cataluña después de cuatro años de deliberaciones. Aunque se especulaba incluso con la posibilidad que la demorase aún más. Hasta después de las elecciones catalanas en otoño próximo, o hasta la renovación definitiva del mismo tribunal, la mayoría de cuyos miembros tienen el mandato caducado. Al margen del análisis de su contenido, la elección del momento para hacerla conocer es una apuesta políticamente arriesgada. Si se diera el caso de que la selección nacional fuese eliminada (escribo esta crónica antes de celebrarse el partido), al mal ambiente provocado por la crisis económica se sumaría el derrotismo sobre la viabilidad de la patria común y nos situaríamos ante una situación muy peligrosa. Estos días pasados se ha polemizado en la prensa deportiva de Barcelona y de Madrid sobre la decisiva influencia en los resultados de los jugadores que proceden de los equipos respectivos, olvidando interesadamente que se trata de integrantes de una selección nacional. Hemos oído hablar de goles "culés" y de goles "blancos", y de fallos "culés" y de fallos "blancos". Y hasta hubo polémica sobre la conveniencia de que Casillas, portero del Real Madrid, fuese sustituido por Valdés, portero del Barcelona, ante la eventualidad de una supuesta baja forma. Todo ello pone de relieve, una vez más, que el sentimiento tribal puede más, entre nosotros, que el sentido de Estado, aunque esa circunstancia no nos debe sorprender. Es una constante histórica. En cambio, si se diera el caso de que la selección nacional logre eliminar a su fraternal contrincante, la marea del españolismo gritón, trompetero, y rojigualda, lo desbordaría todo, Estatuto incluido, y viviríamos tan emocionantes como pasajeros momentos de exaltación de lo propio. Hasta el siguiente partido, en el que volveríamos a enfrentarnos a la misma disyuntiva. El fallecido escritor Manuel Vázquez Montalbán sostenía la tesis de que lo único que verdaderamente vertebra a la nación española (soluciones totalitarias al margen) es la Liga de fútbol y los escasos momentos de gloria de la selección nacional. Desde entonces, los éxitos alcanzados en otras disciplinas deportivas, han reforzado notablemente ese vínculo medular, pero la debilidad en el plano político todavía no se ha corregido. El mismo episodio, tragicómico, de la gestación del estatuto catalán, que ha sido una suma de oportunismos, viene a confirmarlo. El conjunto de la clase política catalana fue oportunista al pretender colar, a efectos prácticos, una reforma constitucional por una vía impropia. El señor Zapatero, entonces líder de la oposición, fue oportunista al prometer que aprobaría el Estatuto tal como saliese del Parlamento catalán, si accedía al Gobierno (luego lo tuvo que retocar a conciencia en el Congreso con el apoyo de CiU). El PP fue oportunista al presentar un recurso de inconstitucionalidad contra la casi totalidad del articulado, y bloqueó cuanto pudo la renovación del tribunal. Ahora, ya conocido el fallo, son todos nuevamente oportunistas. El gobierno socialista del Estado se felicita de que la sentencia haya dejado incólume un 95% del texto estatutario, mientras que el gobierno socialista de la Generalitat se muestra indignado y convoca una manifestación ciudadana para protestar contra ella. El PP dice haber cumplido con un deber patriótico. Y los nacionalistas catalanes auguran que esto incrementará las aspiraciones populares a la independencia. En fin, un lío del que pronto viviremos nuevos episodios.