Desde que Obama descubrió el teléfono de Europa, llama en los horarios más in- tempestivos, para exigir medidas de ajuste de cumplimiento inmediato. Sin embargo, dilata hasta la exasperación la toma de decisiones propias, tal vez porque necesita un poder superior que le espolee. Se ha convertido en un campeón de la procrastinación, ya sea a la hora de taponar un pozo petrolífero desbocado o de ejecutar la misma función con los derrames verbales de su general en Afganistán –una guerra que sólo España se resiste a admitir como tal–, en cuanto se demostró que el comandante de las tropas de Estados Unidos y de la OTAN tenía el techo de McChrystal. Necesitó dos días para certificarlo y relevarlo.

El perfil publicado por la revista "Rolling Stone" supone el acontecimiento más importante de la guerra de Afganistán, una descalificación monumental de la gestión de Washington en Asia central. Demuestra que resulta imposible la victoria en ese conflicto, pero no a partir de un veredicto en labios de un analista o de un académico, sino de las confidencias de los militares de alta graduación que luchan sobre el terreno. Cuando proliferan los debates sobre la función del periodismo en la era tecnológica, la publicación de las entrevistas interminables –que serializó la primera versión de "La hoguera de las vanidades", de Tom Wolfe– ha brindado un documento histórico. Y caro, porque el reportero Michael Hastings se pasó un mes a la sombra de Stanley McChrystal, en geografías tan dispares como Kabul o París. En ese tiempo, sólo vio ingerir alimentos en una ocasión al general que presume de comer una vez al día, dormir cuatro horas por noche y correr diez kilómetros en cada jornada.

McChrystal votó a Obama y fue designado personalmente por el Presidente como responsable de la reconstrucción armada de Afganistán. Para ello fue preciso destituir a su predecesor McTiernan, la primera vez desde McArthur en que un presidente norteamericano –entonces fue Truman– releva a un comandante en el teatro de operaciones. Ahora van dos, en el mismo frente. La humillación definitiva del elitista inquilino de la Casa Blanca se produce cuando el entorno del general caído le acusa de ignorar la situación en Afganistán. Puede corregir ese déficit leyendo la excelente pieza de "Rolling Stone", una variante de "El corazón de las tinieblas" de Joseph Conrad que antes había actualizado Coppola en "Apocalypse Now". La mención es oportuna porque el conflicto afgano ya supera en duración a la guerra de Vietnam. Y porque ninguna consideración política debiera apartar a los lectores exigentes de un reportaje que en los últimos tiempos sólo se había leído bajo la firma del mejor Roberto Saviano. Con unas fuentes inmejorables.

La destitución inmediata de McChrystal fue vetada por los apoyos que recibió en las cabeceras clásicas estadounidenses, desde "The New York Times" a "The Washington Post". El esfuerzo por amnistiarlo obedecía a dos corrientes argumentales, ambas peregrinas. En primer lugar, volvía a aflorar el espíritu patriótico que tanto daño hizo a la prensa americana durante la guerra de Irak. Los medios se empeñaron en proteger los valores marciales de la insidiosa labor de un periodista. Se llega así al segundo factor psicológico, tener que confesar que el frívolo "Rolling Stone" había dado una lección a las vacas sagradas de la profesión. El tono en que se dirigieron a Hastings bordeaba lo vejatorio, a falta de poderlo culpar de haber inventado las citas incriminatorias. Las viejas damas del periodismo olvidan que la revista rockera debía ser una lectura obligatoria del díscolo McChrystal cuando se emborrachaba en West Point, con una fruición que puso en peligro su carrera militar.

Obama y McChrystal pasaron por Harvard. El Presidente ya había obligado a su subordinado a callar en más de una ocasión. En Afganistán se reproduce la serie histórica de generales que, alejados de la metrópolis, se labraron una identidad propia que les condujo a enfrentarse con su emperador. El militar que odia los restaurantes de mucho tenedor le perdió el respeto a su comandante en jefe, y la escalofriante colisión entre el poder civil y el militar ocurre en el ejército más poderoso del planeta, con un asalto final en el célebre búnker de la "situation room". Como mínimo, Obama ha aprendido que resulta más fácil dar órdenes a Zapatero, para que incremente su aportación a la batalla perdida de Afganistán.