En cuestión de mitos, soy del parecer que incluso en una sociedad en la que la razón prevalece sobre el oscurantismo es difícil ponerles coto. Cito rápidamente algunos mitos y leyendas urbanas de distinto calibre y relevancia: el sicoanálisis es una ciencia; Einstein fue el padre de la Teoría de la Relatividad; ningún biólogo cuestiona seriamente la selección natural; Hawking ha probado la existencia de extraterrestres; Soros es un filántropo; los gallegos descendemos de los celtas; las anticipaciones/expectativas de los agentes económicos son racionales; existen pruebas irrefutables que el calentamiento climático es debido a la actividad humana (tesis antropogénica); las espinacas contienen mucho hierro; la armonía estética tiene un fundamento matemático que algunos denominan divina proporción, razón aurea o número de oro.

En lo que concierne al número de oro, a eso voy, existe una enorme credulidad al suponerle presencia casi universal en la naturaleza y en el arte. Es asimismo afirmación gratuita pretender que en el seno de sociedades ocultas se ha trasmitido desde la antigüedad a los iniciados una "tradición egipcia" para componer obras arquitectónicas, musicales o pictóricas, especialmente bellas, a partir de la razón áurea.

El mito es ilustrativo en más de un sentido puesto que la razón áurea es simplemente la constante matemática que Euclides en sus "Elementos" llamaba "media y extrema razón". A la constante –número irracional, solución positiva de una ecuación de segundo grado- se le asigna desde 1900 la letra griega "Fi", notación introducida dicen que en honor a Fidias. La calificación de la constante como áurea o dorada data de 1835.

La primera falacia es pretender que ya en la antigüedad se le dio gran importancia. El nacimiento de Fi como objeto de atención particular se debe al monje franciscano Luca Pacioli que le consagró una obra, "De Divina proportione", comentario sui generis a los "Elementos". Pacioli no atribuía a la divina proporción ninguna propiedad estética en particular. Lo más reseñable de "De Divina proportione" es que su contenido degenera rápidamente en entusiasta ideología teológica. En esa época, tampoco en su tratado de pintura Leonardo de Vinci menciona la divina proporción al referirse a la composición estética o al cuerpo humano. En fin, nadie sostenía por entonces que la divina proporción debía organizar las composiciones geométricas. Roger Herz-Fischler, en "A Mathematical History of the Golden Number", estudió en detalle la aventura de Fi entre los geómetras hasta el siglo XIX. Lejos de ser una pieza clave de las matemáticas, Fi aparece como una constante marginal sin que, por otra parte, se la conectara con misticismo alguno.

Los fundamentos teóricos de un secreto de la belleza escondido en la sección áurea se alumbran en el siglo XIX, en Alemania, de la mano de Adolf Zeising que la erige en norma estética. Su teoría será reivindicada hasta el paroxismo en el siglo XX, conduciendo a ridículas afirmaciones y a una revisión retrospectiva de la historia del arte que algunos intentaron repensar únicamente en función de Fi. Este caprichoso entusiasmo dio lugar a una multitud de libros apoyados en propiedades matemáticas ciertas y una reconstrucción histórica imaginaria, deduciéndose de todo ello una visión filosófica-supersticiosa que Herz-Fischler califica con buen criterio de "numerología de oro".

La susodicha teoría tuvo su sumo sacerdote en el ingeniero y diplomático rumano príncipe Matyla Ghyka, íntimo de Mircea Eliade. El anclaje definitivo, o casi, del mito estético de la razón áurea, que aún perdura, lo proporcionó Ghyka al rebautizarla como número de oro en 1931. La inteligente manipulación de Ghyka consistió en el desliz semántico de "proporción áurea" a "número de oro" para enlazarlo con el prestigio del gran Pitágoras para quien "todo es número". El colmo es que la teoría de Ghyka fue avalada posteriormente por el matemático inglés H.E. Huntley, a su vez aplaudido por Bertrand Russell. La ceguera o mala fe de todos ellos es sorprendente; tanto Matyla Ghyka como Huntley pretendieron haber hecho coincidir las dimensiones del Partenón con un rectángulo áureo sin pararse en mientes en el número de escalinatas tomadas en cuenta ni en la verdadera longitud y altura del templo. Ahora bien, este ejemplo se cita en todos los libros que intentan demostrar que el número de oro era utilizado por los griegos como garantía estética cuando lo cierto es que resulta imposible sin manipulaciones ad hoc inscribir el Partenón dentro de un rectángulo áureo.

Pero si bien se mira, aunque el número de oro no pueda relacionarse con ninguna propiedad estética excepcional nada impide a quienes piensan lo contrario emplearlo en el cañamazo de su obra, con lo cual se cumple como profecía autorrealizable. Muestra de ello es "La última cena" (1955). Puesto que Dalí creía en las propiedades de Fi concibió el cuadro, que contiene además un dodecaedro, con esos parámetros. En el siglo XX, Fi fue utilizada explícitamente por Paul Sérusier, Juan Gris, Seurat, Puvis de Chavannes, etc. La teoría estética del número de oro en pintura es una perfecta corroboración de anticipación autorrealizable: por el hecho de creer en ella se aplica y por tanto se confirma ex post.

Para los defensores de esta teoría todo en arte e incluso en la naturaleza está secretamente relacionado con el número de oro; lo más ridículo avecina a veces lo más sórdido, aliándose con siniestras causas. Hasta se han hecho comparaciones raciales basadas en la altura del ombligo. Cuanto más se acerca su altura a la razón áurea más evolucionada debe considerarse la raza.

Al deslastre de la ganga fabuladora y fraudulenta del número de oro no ayuda, todo lo contrario, su utilización desenvuelta e infundada, por ejemplo, en el tan popular como superfluo Da Vinci Codex. Lo peor es que toda esa mistificación ha sido sostenida por personalidades singulares –tal Iannis Xenakis, Paul Valéry, Le Corbusier, entre otros– si bien ya en su tiempo el gran arqueólogo Salomón Reinach advirtió de la superchería. Así anda nuestro mundo, qué se le va hacer pero, ay, qué chova luz.