Puede que sean sinceros quienes dicen que la prostitución es inmoral. Distinto es suponer que tengan razón. A mí los veintitantos años que pasé en burdeles y clubes de carretera me ayudaron a comprender que la inmoralidad es una percepción subjetiva y que en realidad a donde afecta el ejercicio de la prostitución no es a la moral o a la conciencia, sino al bolsillo y al estómago. Es cuestión de dieta. Las chicas normales comen nécoras o tallarines; las otras, además de eso, comen semen. Es un error aplicar criterios convencionales a hechos que no lo son. Yo he vivido a ambos lados de los supuestos límites de la decencia y hablo con conocimiento de causa. He besado las bocas eucarísticas de las niñas bien y las bocas recién pecadas de las fulanas de los serrallos, y si bien es cierto que las primeras han sido siempre más saludables, no lo es menos que fue en las bocas de las otras donde descubrí que la oración no siempre deja la boca más limpia que las blasfemias. A veces por culpa de haber tenido sexo a las chicas bien les remuerde la conciencia y creen que Dios les pasará factura por lo que hicieron, como si a Dios le diese el chivatazo el bedel de la universidad. A las fulanas del arroyo, en cambio, no es la conciencia, sino la escasez y las deudas, lo que las desvela, seguramente porque los reproches que a las niñas bien les hace Dios, a ellas se los plantean sus hijos desvelados por el hambre. Más de una noche he llevado conmigo a mis amigas decentes para que conociesen el submundo de la prostitución y la verdad es que todas ellas acabaron por admitir que la mierda tenía sus propias normas, que los profesionales del ambiente eran siempre coherentes con su trabajo y, sobre todo, que no había una sola prostituta que dijese mas obscenidades de las que decían ellas con un par de copas en sus exquisitas veladas restringidas en los locales más selectos de la ciudad. La diferencia era que así como las prostitutas se comportaban de manera amoral por necesidad, ellas, las niñas bien, lo hacían por esnobismo.

En mi caso siempre he preferido la franqueza y la expresividad de las mujeres del arroyo, seguramente porque podía transcribir sus conversaciones casi sin necesidad de corregirlas. Todo lo que decían tenía sabor y sentido. En un momento de extrema tensión, podían clavarte una navaja en el vientre, pero siempre lo harían por una razón que serías el primero en comprender. Si para los intelectuales que frecuentaban los círculos selectos de la ciudad la muerte era una fingida manera de hablar, para aquellas mujeres y para sus chulos, la muerte era una sincera manera de ser. Jamás se preocupaban de lo que dirían las otras, las chicas bien de la ciudad. Sabían que pertenecían a mundos distintos y que no valía la pena dar explicaciones. Los úteros de las niñas de papá estaban hechos del mismo estambre que sus bolsas del pan.

En una época en la que llegué a pensar seriamente en abandonar el periodismo y quedarme para siempre en aquel submundo de miel y de sangre, un tipo que trabaja de matón en "La Dama del Lago" me llevó de un brazo a su rincón en la penumbra antes de despedirnos de madrugada y me dijo: "Te estás quedando sin sitio. Ni eres uno de los nuestros, ni perteneces al mundo de los otros. Llegaste aquí con su perfume y saldrás de aquí con nuestras manchas. Pero no te hagas mala sangre por no saber a donde perteneces, amigo. Todas las mujeres serían iguales si estuviesen en las mismas circunstancias. Aunque nos toques las pelotas con tus reportajes, yo sé que nos tienes cariño y me consta que las mujeres del club confían en ti. Eso no significa que seas uno de los nuestros. Meamos distinto, ¿entiendes? Lo malo es que cuando quieras regresar al lugar de donde vienes, te encontrarás con que tampoco eres ya del otro bando. Yo en este ambiente he aprendido algo que jamás olvidé y que te recomiendo que aprendas tú. Aprendí que la moral no se mide por lo que te censure Dios, sino por lo que te haga daño en la boca del estómago. Para estas mujeres la conciencia es un lujo más caro que el lenguado, aunque saben distinguir igual que distinguen las otras. El caso es que las chicas del club te echan la mano entre las piernas con la misma dignidad con la que las niñas bien de la ciudad sacan de su funda la raqueta de tenis".

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