La silueta del humo

Mientras le echaba esta tarde un vistazo rutinario al frutero de la cocina me he dado cuenta de cual puede ser la razón por la que destruyo con tanta facilidad las relaciones que emprendo. Es un problema de ansiedad. Me ocurre en mis relaciones sociales lo mismo que con los albaricoques, que no los como por el placer de saborear su pulpa, sino con la esperanza de sentir cuantos antes en el paladar el amargo sabor del hueso. Aunque soy calmoso en mi actitud ante la vida, la verdad es que tengo prisas parciales, angustias momentáneas que me llevan a zanjar los asuntos casi sin haberlos iniciado, como cuando en el momento de redactar un texto cada frase me parece perfecta para escribirla encima de la anterior. A fin de cuentas lo que nos queda de algunas mujeres que fuman es su fotogenia vagamente subtitulada en la silueta del humo.

Esa tentación por apurar las cosas me viene desde la infancia, de cuando al subirme a un bote de remos en Cambados pensaba en como movería los brazos para sobrevivir a flote a raíz de su naufragio. Cada vez que viajo por carretera a Madrid me pregunto si ese paisaje desolado no mejoraría sensiblemente en el caso de que lo coronase la pavorosa arboladura del fuego que lo devastase. ¿No perdería acaso todo su encanto el cementerio cambadés de Santa Mariña Dozo si alguien cometiese la imperdonable imprudencia de restaurar las ruinas del templo que cobija sus sepulcros? En una ocasión le dije a una buena amiga mía que conocerla había sido un premio inesperado para mi, pero que, sinceramente, si por fin surgiese entre nosotros una desavenencia irreparable, siempre me quedaría el agradable consuelo de recordarla en esa memorable actitud entre la dignidad y la rabia que adoptan las mujeres cuando en el momento de mayor angustia sentimental te vuelven la espalda con la misma resolución que si te diesen un portazo en las narices. Algún incidente que no recuerdo bien acabó por separarnos. La noche que ella decidió darle carpetazo a nuestra amistad, acepté la noticia con amargura pero también con la relativa felicidad de haber conseguido el desprecio de alguien verdaderamente inteligente. Le dije: “Lo nuestro no ha sido algo sin duda memorable, de modo que pasados algunos años corremos el riesgo de olvidarnos el uno del otro. La verdad es que me gustaría perdurar en tu recuerdo y no ser únicamente la hoja inservible que una noche arrancaste de tu agenda. Por eso te pido que ya que me retiras sin contemplaciones tu amistad, no me niegues al menos tu rencor. No quiero que seas para mi una simple efeméride, cielo, sino un inolvidable remordimiento”. No era la primera vez que me ocurría algo semejante, ni sería tampoco la última. Mi vida está llena de situaciones como aquella. Si fuese arquitecto sé que me gustaría diseñar ruinas; y si fuese piloto, con seguridad sentiría una enfermiza y obsesiva nostalgia del suelo. A veces recapacito en mitad de la demolición de una amistad y me quedo un rato pensativo, incierto, pero en la duda de seguir la destrucción o desactivar la explosión, me limito a pensar que de esas cosas tan prosaicas de la conciencia ya se encargará con el tiempo la literatura, ese mágico recurso indoloro e incruento que nos permite plantarle fuego a la consola más hermosa con la surrealista esperanza de que las termitas de la madera se coman el fuego a tiempo de que entre las cenizas sean todavía reconocibles la silueta del humo y el armazón del mueble.

jose.luis.alvite@telefonica.net