Una de las muchas ventajas que tiene el viajar en coche es que la inexorable urgencia mingitoria, o cualquier otro imponderable, acabará llevándote a un punto de la ruta en donde nunca jamás habrías pensado parar, y donde, contra todo pronóstico, acaso surgirá la anécdota que recordarás con mayor intensidad. Es lo que pasó a mí esta Semana Santa, cuando la necesidad de un estiramiento de piernas infantil me llevó a un bar de As Nogais, en la montaña lucense, avanzada la tarde de un día triste y lluvioso que hacía bajar el Navia con una fuerza turbulenta. En todo el amplio local, cuyo dueño lavaba la vajilla con cierto hastío, sólo había un viejecito de boina y bastón tomándose su chato acodado a la barra, y una familia de cinco miembros –un matrimonio de mediana edad, la madre de ella y dos hijas de entre diez y doce años-- reunida en animada charla en torno a una mesa. Así estuvimos todos, cada uno a lo suyo, hasta que el viejo, que llamaremos señor Pepe, pagó y se dirigió a la puerta apoyándose en su bastón. En el camino, se paró a saludar a la familia. Todos le correspondieron con cortesía, pero entonces el señor Pepe, en vez de marcharse, clavó su bastón en el suelo, convertido ya en cayado de profeta, de visionario, y comenzó a hablar. Hablaba y hablaba, engarzando un tema con otro, y los rostros de aquella familia, a la que observaba yo por el rabillo del ojo, se fueron transformando lentamente, pasando de la sonrisa amable al gesto de contrariedad. Media hora de monólogo después, el señor Pepe amenazaba seriamente con arruinarles la tarde, y comenzaron las deserciones. El padre de las criaturas salió afuera con la excusa innecesaria de fumarse un cigarrillo, y las niñas huyeron de allí con la excusa, acaso necesaria, de ir al baño. Sólo quedaron las dos mujeres frente al señor Pepe, que seguía hablando y hablando. Apareció entonces la mujer del bar, que cruzó miradas cómplices con ellas, pero, contra lo que yo esperaba, no intervino. Nadie intervino ni interrumpió al señor Pepe, y, para mi sorpresa, incluso el marido regresó pronto a su puesto. El profeta del cayado llevaba ya tres cuartos de hora hablando, pero la familia, respetuosa, seguía allí, soportando estoicamente su discurso. Sólo observándolos con mucho detenimiento podía atisbarse un leve aire de fastidio, un contenido límite que ni siquiera las niñas se atrevieron a cruzar. Fue, entonces, cuando dimos por terminado el estiramiento infantil y salimos del bar. Afuera, el dueño fumaba al aire libre. Consciente de la escena que habíamos presenciado, comentó: "es que vive solo, y no tiene con quién hablar". Y nosotros asentimos, montamos en el coche y seguimos nuestro viaje, convencidos de haber presenciado un actitud en vías de extinción: la del profundo respeto por los mayores, la de la educación más genuina. Algo que desapareció de las ciudades hace mucho tiempo, y que acaso sólo podamos descubrir ya así, en los pueblos perdidos, allá donde algunas de nuestras mejores esencias resisten a duras penas el embate de la zafiedad y la falta de educación que todo lo envuelve.