Hugo: "Cualquiera se olvida de aquel anochecer, cuando conocí a Esther. Verbena, final de verano, un pueblo cuyo nombre desconocía. Yo era un bailarín errante, un seductor nómada que ponía el cuentakilómetros a cero en cada nueva fiesta. Tenía un calendario lleno de círculos rojos para cuadrar mis cuentas y saldar mis deudas: un ligue por noche, una muesca más en mi culata, otro amanecer dedicado a olvidarme de Bárbara. Hay quien se emborracha para ahogar penas, yo me hundo en pieles ausentes. Vale, es pueril, pero me sirve, así que su valor es inmenso. Estaba en pleno apogeo de la desintoxicación cuando me presenté en aquella pradera con mis peores galas (se acababa la temporada y la tintorería estaba cerrada por defunción), había llovido la noche anterior y el suelo estaba un poco embarrado. Eché un vistazo rápido y descarté al noventa por ciento de las mujeres presentes. Entonces la orquesta atacó la lambada y mis ojos se cruzaron con los de Esther. Un pelmazo le estaba dando la vara bajo un nogal y ella asentía mientras su mirada huía en busca de ayuda. Me encontró. Carraspeé y en diez pasos me planté a su lado. "No puedo creerlo, cuánto tiempo...", dije, y le estampé dos besazos en las mejillas, "me debes un baile". Ella se puso roja y sonrió. Luego, miró a su pretendiente pidiéndole comprensión. "Es que lo debía desde hace meses", dijo, y se fugó cogiendo la mano que yo le tendía. La orquesta había cambiado a un tango. Mi especialidad. "No se me da bien...", dijo ella. "Cierra los ojos y haz lo que yo te diga", le dije, y me obedeció. A la mañana siguiente me despertó con un beso que sabía a café con leche. El cielo estaba embarrado, pero sus ojos resplandecían. "Aún no te he dado las gracias...", dijo. "¿Por?", pregunté. "Por rescatarme", respondió. "Digamos que el rescate ha sido mutuo", dije, mientras ella se acostaba a mi lado. "¿Volveremos a vernos?", preguntó. "No", dije. No pareció sorprenderse. Me dio otro beso, me dio la espalda y me fui".