Se llamaba Jill. Hija de maorí, jugador de rugby, y de coronela de la aviación canadiense. Erina, asturiana de patria nacida en Francia, suspiraba en el cuerpo a cuerpo largos ooooh, là, là. Pero Jill –con sus fuck, pig, fuck– era otra cosa. Agavillaba la sensualidad navajera de las morenas delgadas, la voz de fumadora hembra, y una delicadeza de seda posada en sus gestos y andares que me entraba con crueldad en el alma como una navaja sonriente que llevara apretada en la boca maorí caníbal.

Dado que andaba enrocado en la movida rojo hippie, la puerta de mi zulo blasonado no tenía cerradura ni el váter papel higiénico. Eso sí, un enorme póster del Che, romántico y perdedor, señoreaba el salón.

Sin llegar al atractivo golfo de Jill, Erina añadía al buen cuerpo y rubia belleza la lozanía insomne de la ingenuidad y cacao mental revolucionario. Debía ser cosa de sus genes mineros y de que aún no había encontrado la buena postura en cama. Dotada de una nobleza de alma directa, auténtica, impoluta, con aquellas manos pálidas de sexo y distinción escribía lo primero que le venía a la cabeza. Siempre en primera persona, redactaba octavillas soleadas de inclasificable surrealismo libertario en las que mezclaba a pensadores de ultraizquierda con otros de derecha extrema llamando a las barricadas o conjeturando que si Stalin hubiese tenido la cara de James Dean la historia de nuestra época hubiese sido otra. Una mezcla de pasión, llaneza y desconcierto daban a sus escritos un soplo asaz prosopopéyico e impredecible que los hacían deliciosamente enternecedores por la fragilidad que apuntaba en la autoría. Es decir, Er era como yo pero en ardorosa Juana de Arco desconcertada en hogueras ideológicas.

Entre los panfletos que conservo, uno empieza así: "Debemos estar muy atentos a la indumentaria de la gente con la que nos codeamos porque así como la cara es el espejo del alma –aunque en mi caso es también la imagen compungida de la decepción pues a veces pienso, como Céline, que la vida es sólo mentir, follar y morir– lo que se viste denota la posición social y por tanto la educación y de ahí nuestra mayor o menor predisposición a confundir la revolución con no lavarse las bragas. Verbigracia, un obrero con gafas al que no le cante el alerón resulta lamentable, tanto como un hombre de ciencia en zapatillas deportivas que no se lave los dientes. Pues bien, observad la España de Franco: aborrecibles universitarios con los dientes sucios, en zapatillas deportivas, y obreros con gafas apestando a desodorante"

Un día de mañana resacosa, Erina me encontró con Jill. Pero yo, que siempre fui de natural despreocupado, la frené en seco, "menos mal que llegaste, camarada Er, esta burguesa libidinosa se me metió bajo las sábanas y no me deja leer a Bakunin". A todo esto, Jill estaba liando algo utilizando mi desnudada espalda como soporte. "¡Cerdo!", gritaron ambas al unísono, y se fueron llorando. Terminé de liar lo que Jill había dejado a medio hacer y conté el dinero que me quedaba ya que no podía contar con el de mis ex novias: 97 pesetas. Daban para cinco cervezas. Me vestí los tejanos –que se sostenían en pie de la cantidad de mugre que tenían– dispuesto a salir. Pero al pasar frente a la otra habitación noté que los llantos se habían transformado en suspiros entrecortados. Asomé la cabeza y vi a Jill consolando apasionadamente a Erina. Concienciado y dispuesto a poner en práctica los principios libertarios de la solidaridad militante que por entonces practicaba y aún no he abandonado del todo me bajé los pantalones, como llevo haciendo toda la vida, y fui responsablemente a cumplir lo que en esas circunstancias es preceptivo. "¡Lárgate de aquí que ni vales para la revolución ni para satisfacer a dos mujeres!" berreó Er embellecida por el cabreo y el placer. Con el berrido, el póster del Che se descolgó. Jamás volví a colgarlo.

Las 97 pesetas sólo llegaron para tres cervezas, además estaban calientes. No pude celebrar a gusto mi traición a Jill, a Erina y a la causa del Che. Para resarcirme, años después disfruté con fruición la traición, férvida y mucha, a Galiza abandonando cobardemente el ribeiro por champagne millésimé. Desde entonces, escogí para mi propia tumba el epitafio de Alcibíades: "Patria mía, si volviera a nacer volvería a traicionarte". No en vano dijo Nietzsche que si los helenos llegaron tan lejos fue por haber inscrito en el frontispicio de sus almas el único código ideal de lealtad –por supuesto, a uno mismo– digno de respeto: "Ser el mejor en todo y leal sólo al amigo".

*Economista y matemático