En Venezuela, unos cuantos etarras llevan años campando a sus anchas. Empezaron siendo cocineros, agricultores, vagos o taxistas, para pasar con Chávez, en algún caso, a convertirse en burócratas del régimen. Se sabe con exactitud qué hace cada uno de ellos, dónde vive, su hábitat familiar. Se sabe también que en un pasado no tan lejano se iniciaron trámites para solicitar su extradición a España y que la mayoría no prosperaron. Por la negativa secular a siquiera tratar el asunto por parte de Venezuela y por la cobardía de las actuales autoridades españolas, que no han querido hacer del dossier etarra una fuente de conflicto con un régimen "amiguito del alma" –Zapatero y Moratinos también los tienen–. Hasta que ha llegado un juez y ha puesto el asunto patas arriba. Iba siendo hora.

El régimen chavista, igual que el sandinista o el castrista, se niega a calificar a ETA como grupo terrorista. En sus comunicados se refieren a la vil banda asesina como "grupo separatista vasco". Lo propio ha hecho siempre la práctica totalidad de la intelectualidad del país y la casi unanimidad de sus medios de comunicación. Los mismos que ahora braman desde la puerta cerrada de sus viejos kioscos mediáticos contra la aniquilación de la libertad de expresión por parte del sátrapa bolivariano se han pasado la vida quitando hierro a la gravedad de los crímenes etarras. Lástima por ellos, la justa. Por eso los asesinos vascos se han sentido siempre como en casa en Venezuela. Y en México, Cuba o Nicaragua.

La supuesta "hermandad iberoamericana" no es más que una patraña con la que nos han intentado adoctrinar como si esto fuera un mundo feliz. Salvo una minoría ilustrada, las élites dirigentes de México hasta Patagonia no desaprovechan ocasión para dar rienda suelta a sus complejos y a su antipatía hacia todo lo español. Lo hacen sin tapujos los nuevos regímenes indigenistas o neocomunistas, pero ya lo hicieron también, aunque con más tacto, los criollos en los tiempos no tan lejanos en los que los ricos tenían el robo organizado a nivel gubernamental.

Felipe González, mientras amasaba el capital para comprarse casoplones en Tánger y se sacudía el lodo de los GAL, pudo utilizar su fructífera amistad con Carlos Andrés Pérez para conseguir colocar en la Venezuela del ranchito y la miseria a unos cuantos terroristas como moneda de cambio de la negociación. Aznar se cansó de enviar emisarios para que los asesinos fueran enviados de vuelta a España y juzgados por sus crímenes, pero no se atrevió a llegar a más. El de ahora, con su patética sonrisa, prefiere mirar para otro lado y esperar, como en todo, que amaine la tormenta por sí sola. Vivimos en el país de la inacción gubernamental. Hasta el punto que es un juez quien tiene que decir basta y hacer el trabajo que le correspondería a un ministro de Asuntos Exteriores que con su connivencia en asuntos como éste transita a pocos centímetros del ridículo permanente.