Dispuestos como de costumbre a pelearse por cualquier cosa, los reinos autónomos de España han encontrado en los toros un excelente pretexto para reavivar la inacabable guerra civil en la que los españoles viven inmersos desde la época de los godos, o tal vez antes. A la tradicional división entre izquierdas y derechas se suma ahora el combate entre partidarios y detractores del toreo.

Bastó, en efecto, con que el Parlamento de Cataluña debatiese una ley que pretende suprimir las corridas en su territorio para que de inmediato las comunidades de Madrid, Valencia y Murcia anunciasen su propósito de elevar el arte de la lidia a la más alta categoría de "Bien de interés cultural". Y a medida que otras autonomías se sumen a cada uno de los dos bandos en conflicto, mucho es de temer que la contienda acabe a cornadas. En eso consiste precisamente la llamada fiesta nacional.

No parece probable que los gallegos entremos en esta guerra que, a todas luces, es un típico asunto interno de España. Poco nacionales debemos de ser los vecinos de Galicia, efectivamente, a juzgar por el escasísimo interés que toros y toreros suscitan en estas tierras. La polémica que ahora mismo enfrenta a los taurinos con los antitaurinos nos pilla un poco lejos a las gentes de este país, donde el público del tendido asiste como mero espectador a un asunto que le es del todo indiferente.

Ni siquiera se trata de que los gallegos estén a favor o en contra del arte de Cuchares. Simplemente ocurre que las corridas (de toros, se entiende) no despiertan aquí ni frío ni calor.

Prueba de eso es que a lo largo de su ya dilatada historia, Galicia no ha producido más toreros que el lucense Alfonso Cela, alias Celita, y el mítico Pepe Hillo de Barrantes que presta su nombre a una peña taurina de Pontevedra. La única ciudad gallega que, dicho sea de paso, cuenta con plaza de toros; salvo que incluyamos como sucedáneo en el inventario al Coliseo multiusos de A Coruña.

Si la Península Ibérica es esa "piel de toro" que vio en ella el geógrafo griego Estrabón, está claro que los gallegos nos salimos del mapa. Por no parecernos, ni siquiera nos parecemos a los otros dos reinos autónomos distinguidos por la Constitución con el rango de nacionalidad histórica.

Cataluña, por poner un ejemplo de lo más actual y noticioso a este respecto, cuenta con una acreditada Escuela Taurina, varias plazas de prestigio y un no escaso repertorio de toreros con cuna y pedigrí autóctonos. Ahí están para verificarlo los históricos nombres de Mario Cabré, Joaquín Bernadó, José María Clavel o José Luis Barceló: a los que bien podrían agregarse los más recientes de Manolo Porcel, Serafín Martín y Paco Aguilera, entre otros.

Menos abundante en matadores, el País Vasco-Navarro dispone sin embargo de un número de plazas de toros lo bastante copioso –Bilbao, San Sebastián, Vitoria, Tolosa, Eibar, Bergara o Azpeitia– como para entrever que allí existe una cierta afición a la llamada fiesta nacional de España. Aun sin recordar, por supuesto, que la feria taurina más famosa del mundo tiene precisamente su sede en Pamplona.

Todo ello hace aún más curioso el hecho de que Galicia sea el único reino autónomo de la Península –Portugal incluido– donde los festejos taurinos carecen casi por completo de tradición y de presente. De acuerdo con nuestra legendaria tradición de ambigüedad, los gallegos no somos protaurinos ni antitaurinos: simplemente preferimos las vacas a los toros.

No es esa una mala noticia, justamente ahora que los demás reinos de España se disponen a emprender su penúltima guerra fratricida tomando a los toros como pretexto. Mientras otros se empitonan entre sí discutiendo si los toros son un bien cultural o una fiesta bárbara, aquí nadie pierde el tiempo en cornearse por un asta de más o de menos. Allá se las entiendan los nacionales con su fiesta nacional.

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