Aunque la ciencia haya descubierto recientemente que el semen gallego es el de mejor calidad de la Península (y parte del extranjero), ello no impide que los naturales de Galicia, lejos de alardear, padezcan un grave déficit de amor propio. O de autoestima, para decirlo en la jerga actual. Sufrimos en efecto los galaicos una muy merecida fama de coitadiños que nos lleva a interpretar que llueve cuando alguien orina sobre nuestras cabezas.

Con lo mucho que descargan al año las nubes de este reino es natural que a veces no sepamos discernir si lo que cae es agua o algún menos noble producto de la micción, naturalmente. Sólo así se entiende la escasa –por no decir inexistente– reacción de la ciudadanía a las últimas afrentas propinadas a los gallegos por algunos de quienes ejercen tareas de mando y representación en España.

Basta con hacer un sencillo ejercicio de imaginación. Supongamos, por ejemplo, que el Gobierno de España boicotease abiertamente una ley del Parlamento de Andalucía mediante el recurso al Tribunal Constitucional tras impulsar en Galicia un texto análogo. Conjeturemos que, a mayores, una diputada racialmente española –y no de las de Merimée– despreciase al presidente Zapatero, a su colega gallego Feijóo y al líder de la oposición, Mariano Rajoy, argumentando que todos ellos son "andaluces en el sentido más peyorativo del término". Nada cuesta figurarse la irritación y el rebumbio que tales puyas desatarían sin duda entre los aludidos.

Por fortuna para nuestros compatriotas y –a pesar de ello– amigos del sur, esas dos hipótesis resultan puramente imaginarias y desde luego inimaginables. A ningún político con algo más de dos dedos de frente se le ocurriría cavar su tumba electoral agraviando de tal modo a un reino que, como el andaluz, cuenta con más de seis millones de votantes a menudo decisivos para la gobernación de España.

Con Galicia y los gallegos hay barra libre, sin embargo. El Gobierno que tantas mercedes presupuestarias dedica a Andalucía y Cataluña –territorios de copioso censo electoral– no duda en enmendar aquí toda una ley aprobada por el Parlamento autónomo como la que pretendía la regulación de las cajas de ahorro galaicas. Cualquiera diría que se trata de desautorizar la voluntad de los representantes elegidos por la tribu de Breogán para sustituirla por un oscuro chalaneo a dos bandas; aunque tal vez no convenga tomarse las cosas tan a pecho.

Ciertamente, la Cámara con sede en Compostela no es en modo alguno un órgano de soberanía, pero aun así la actitud del Gobierno recuerda de manera un tanto enojosa a la "doma" de Galicia por los Reyes Católicos. "En aquel tiempo", contaba el historiador Jerónimo de Zurita, "se comenzó a domar aquella tierra de Galicia, porque no sólo los caballeros de ella, sino todas las gentes de aquella nación eran unos contra otros muy arriscados y guerreros".

Poco ha de quedar de ese espíritu temerario y algo insurgente que Zurita atribuía en el siglo XVII a los gallegos del XV, transformados ahora –por lo que se ve– en gente de gran mansedumbre a la que parecen resbalarle por igual los agravios comparativos del Gobierno y las afrentas a secas de una simple diputada. Lo único que permanece invariable a lo largo de los siglos es la abierta colaboración que, entonces como ahora, prestan algunos de los barones con mando en plaza de este reino a los propósitos del poder central.

Esquinada en el mapa, carente de poder económico y con apenas dos millones y pico de votantes que nada pesan en la balanza electoral de España, parece natural que Galicia se resigne a admitir que llueve cuando en realidad está cayendo sobre ella un chaparrón de orines. A nadie debiera extrañar, por tanto, que se haya reabierto la veda de los chistes de gallegos que ahora cuentan las ministras, las parlamentarias y hasta el propio Gobierno. Reír, se los reímos; pero que conste que lo que cae no es agua.

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