El punto débil de cualquier sistema totalitario es el ser humano, una imperfección en el tejido uniforme, un vicio de fabricación. Por más cuidado que el sistema ponga en tapar todas las grietas por las que el espíritu humano pueda escaparse y contaminar el aire, siempre cabe un fallo donde menos se espera. El cubano Zapata no era poeta, ni artista, ni intelectual, ni un líder carismático. Zapata era, simplemente, lo que allí llaman "un plantado", alguien que no se deja doblar, que un día se pone tieso y, le hagan lo que le hagan, no humilla la cabeza. Como era un tipo común, para las leyes de una dictadura eso es delincuencia común. Sin ánimo de contribuir al martirologio (pues no lo precisa), en esa gente que se planta, y resiste, y no cede, está la esencia de la libertad, su principio activo, el núcleo del espíritu humano. A fin de cuentas, nuestra civilización viene de sujetos así.