En un arrebato de autoridad, la presidenta del Parlamento gallego acaba de ordenar que los diputados justifiquen sus gastos de desplazamiento a la sede si quieren seguir cobrándolos. No hay mejor manera de reconocer que hasta ahora nadie les pedía cuentas.

La medida responde, como es sabido, a ciertas pillerías de algunos parlamentarios que se inventaban viajes no realizados para complementar mediante dietas y kilometrajes su magro sueldo base de tan sólo 700.000 pesetas. La severa y en cierto modo cruel disposición adoptada por la gerencia de la Cámara les obligará ahora a demostrar con papeles que en efecto han gastado lo que dicen que gastaron.

Si bien grata, la noticia no deja de resultar sorprendente al mismo tiempo. Cualquiera que trabaje en una empresa privada sabe hasta qué punto deberá probar el más mínimo gasto con la necesaria aportación de facturas, notas de taxi y hasta tickets de peaje de las autopistas. Es lógico. En el mundo real –cada día más minoritario en España–, todo el mundo sabe que el dinero no cae del cielo ni crece en los árboles de los Presupuestos Generales del Estado. Un trabajador autónomo, por poner otro abundante ejemplo, está obligado a ejercer de contable de sí mismo mediante una copiosa acumulación de facturas que le permitan cumplir con los mandamientos de Hacienda: mucho más estrictos que los de la Santa Madre Iglesia.

No ocurre lo mismo con el universo virtual de la política, que tantas veces recuerda a la feliz Jauja. Ahí rige más bien el principio establecido en su día por la ex ministra de Cultura Carmen Calvo, quien llegó a afirmar en uno de sus momentos más estupendos que el dinero público "no es de nadie". Lo que no es de nadie es de todos o del primero que pase a recogerlo: y bajo esa generosa máxima, los administradores de los cuartos del contribuyente tienden a dilapidarlos con gran prodigalidad. Tanto da si en subvencionar estudios sobre el lesbianismo en algún remoto país de África o en elaborar un mapa de acceso al clítoris con GPS incluido, que tal ha sido la última ocurrencia del Ministerio de Igualdad.

No todos los políticos opinan como la antes mentada ex ministra que el dinero público es un perro sin dueño que se puede gastar a placer del gobernante; pero lo cierto es que los cuartos que nos sangra Hacienda no están sometidos –ni de lejos– al mismo control que en la empresa privada.

Ahí está el caso del Parlamento gallego (y seguramente el de otros muchos) para demostrar hasta qué punto los políticos han adoptado la costumbre de disparar con pólvora del rey. Si los soldados de los Tercios de Flandes disponían de pólvora gratuita –es decir: del rey– en ciertas ocasiones extraordinarias de asedio, también algunos diputados galaicos han mostrado gran habilidad para tirar con munición del contribuyente cuando de viajar se trata.

Al amparo de ese glorioso precedente histórico, los gestores de la Cámara gallega no consideraban necesario hasta ahora exigir justificante de gasto alguno a los parlamentarios. Bastaba con que diesen cuenta de su presencia en el pleno o las comisiones para que automáticamente se les reembolsasen los gastos de desplazamiento a la sede compostelana del Hórreo donde ejercen su meritoria labor. Infelizmente eso dio pie a que en ocasiones –o quizá a menudo– tales gastos no llegaran a realizarse: bien porque el diputado viviese en Santiago, bien porque utilizase para viajar el coche oficial o el de algún colega y vecino.

Se ignora si esas irregularidades son cosa reciente o tal vez se vengan produciendo desde la misma fecha de creación del Parlamento, hace casi treinta años. Mucha pólvora del rey se habría gastado en esta segunda hipótesis; pero, como quiera que sea, lo que ahora importa es que por fin la Presidencia va a poner coto a estas trastadas. Nunca es tarde, aunque la medida resulte un poco cruel para los pobres representantes del pueblo.

anxel@arrakis.es