Uno de los aspirantes a llevar el pendón de España en el Festival de Eurovisión acaba de suscitar cierto alboroto tras llevarse las manos a la entrepierna en vivo y en directo mientras sugería al público que le hiciese una felación. No lo dijo así exactamente, pero tampoco vamos a entrar ahora en detalles escabrosos.

La actuación estelar de John Cobra en la cadena de televisión del Estado revela hasta qué punto la política de gestos -en el más amplio sentido de la palabra- se está adueñando de la escena pública. Cobra tiene un deslustrado precedente en el seleccionador de fútbol de Argentina, Diego Maradona, quien tiempo atrás insistió también en que los asistentes a una conferencia de prensa le chupasen no sé qué cosa. Maradona se sentía molesto por las (malas) críticas de la prensa deportiva a su trabajo de entrenador, mientras que a Cobra lo irritaron los abucheos del público. Curiosamente, los dos acudieron a la misma respuesta gestual -y oral- para retrucar al desagrado de sus críticos.

Más reciente está aún la imagen del dedo corazón erecto que el ex presidente José María Aznar utilizó para saludar -no muy cordialmente- a un grupo de reventadores que le disparaban insultos de grueso calibre. Tal gesto, conocido como “peineta”, se utiliza para mandar a alguien a tomar por rasca, pero su evidente rudeza está avalada por precedentes históricos de lo más notable: o eso dijo al menos el presidente gallego Feijóo para tratar de quitarle hierro y grosería al caso.

Efectivamente, el hábito de levantar el dedo al moderno estilo aznarí hinca sus raíces en Grecia y Roma, dos de las cunas de nuestra civilización y también del arte de insultar con la mano. Los romanos aludían al dedo corazón con el revelador nombre de “digitus impudicus”: y más atrás aún en el tiempo, cierto personaje de una de las comedias de Aristófanes erguía en escena ese dedo infame para suscitar las risas del público, que ya parecía entender de peinetas en la antigua Grecia.

Gentes muy principales y algún que otro miembro de la realeza practicaron a menudo ese gesto histórico que ahora ha hecho famoso Aznar. Quizá pretendieran rendir de este modo su particular homenaje a las fuentes grecorromanas de las que fluye nuestra civilización, pero más bien están contribuyendo con su ejemplo a la generalización de la grosería.

Prueba aparente de ello es el salto a la fama de John Cobra, cantante de fuertes tendencias testiculares que a punto estuvo de ir a Eurovisión a tocarle las narices -o lo que fuere- al público de tan blanco y familiar festival. En su caso no hay precedentes griegos ni romanos a los que agarrarse, si bien podría venir a cuento alguna de las recomendaciones que Eduardo Blanco Amor hacía en su canónico tratado sobre “Las buenas maneras”. Decía el autor de “A Esmorga” que hay ciertas partes del cuerpo que simplemente no existen en sociedad, aludiendo a la costumbre que algunos sujetos tienen de tocarse la zona inmediatamente superior a las ingles. Está claro que Cobra no ha leído a Blanco Amor ni a cualquier otro tratadista de urbanidad, pero acaso hayan calado en él las imágenes de las peinetas que últimamente trazan con las manos toda suerte de personalidades con o sin mando en plaza. Y ya se sabe que los únicos ejemplos que cunden son los malos.

Dado que la política de gestos (obscenos) tiende a multiplicarse por mera imitación, convendría que al menos se ampliase el repertorio más allá de la peineta y los tocamientos inguinales. Aprovechando el tirón de la moda, podríamos recuperar por ejemplo en Galicia la vieja figa conocida por los romanos como “mano impúdica”, que además de sugerir ciertos actos carnales es una técnica muy útil para espantar gafes y conjurar el mal de ojo. Mejor sería dejar las manos quietas, desde luego; pero ya metidos en tosquedades, echémosle al menos algo de imaginación a los juegos de dedos.

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