Andan estos días en coplas los diputados galaicos a propósito del cobro de ciertos viajes que algunos de ellos habrían facturado por desplazarse desde su casa al Parlamento en el que ejercen su abnegada labor legislativa. Mayormente, porque tales idas y venidas no se produjeron en realidad o porque pudiera darse el caso de que se pagara por desplazamiento –se supone que en taxi– a diputados que viven en Santiago, donde la Cámara tiene su sede.

El asunto ha suscitado cierta polémica, hasta el punto de que la presidenta de la asamblea ordenó ya revisar el sistema de pago de dietas y kilometrajes con el propósito de corregir –si las hubiere– estas pequeñas fullerías. Tampoco es para tanto.

En realidad, el caso del Parlamento gallego tiene un ilustre y mucho más añejo precedente en la británica Cámara de los Comunes, donde un problemilla similar forzó el pasado año la dimisión de su presidente. Si aquí en Galicia se cargaban al presupuesto viajes domésticos no realizados, los parlamentarios de la Cámara de Londres iban mucho más lejos: y no sólo en coche. Algunos de los miembros de los Comunes exhibían, en efecto, un comportamiento tan poco común que les llevaba a solicitar dinero para hipotecas de casas ya pagadas, sufragar gastos de alquileres privados e incluso los servicios de limpieza de sus domicilios. Cierto es que varios de ellos han sido procesados por tan insólitas prácticas; pero aun así el caso demuestra que en todas partes cuecen habas (y en algunos, a calderadas).

A la más módica escala que corresponde a este reino, algunos diputados gallegos se habrían limitado, si así fuere, a redondear el sueldo que perciben de la Cámara con el cobro de viajes más o menos imaginarios. Es comprensible. Después de todo, el sueldo mínimo de los parlamentarios de Galicia asciende a sólo 4.200 euros al mes, cifra de la que –eso sí– únicamente deben tributar la mitad a Hacienda. Por alguna misteriosa razón, la otra mitad no está considerada como rendimiento del trabajo, circunstancia de la que acaso quepa deducir que son trabajadores a tiempo parcial aunque a cobro total. Salvo que en el cómputo se incluyan los tres meses de vacaciones a que tienen derecho, que bien pudiera ser.

Años atrás, en los primeros tiempos de la autonomía, los parlamentarios del Bloque Nacionalista calificaban a la Cámara con el despectivo título de "Parlamentiño de cartón" y quizá no les faltasen razones a la vista de las limitadas competencias de este organismo. Se conoce, en todo caso, que el precio del cartón ha subido mucho, una vez conocidos los presupuestos de los que se deduce que el coste proporcional de un diputado asciende en el Parlamento de Galicia a 286.920 euros.

Quiere decirse que al público en general le cuesta casi cincuenta kilos de pesetas el mantenimiento (que no el sueldo) de un parlamentario, si bien es cierto que se trata de una cifra más bien modesta en comparación con la de otras asambleas autonómicas. En Valencia y el País Vasco, por ejemplo, el coste asciende a setenta millones de pesetas; y en la pudiente Cataluña se dispara hasta el borde de los cien millones.

Cantidades menores que estas despertaron años atrás la vena sarcástica de Federica Montseny, dirigente anarquista que hizo famosa su frase: "¡Hay que ver lo caro que se ha puesto el kilo de diputado!". Gracias a la transparencia en las cuentas, ahora sabemos exactamente a qué precio está, pero tampoco sería bueno incurrir en demagogia. Un diputado, como cualquier otro político, puede salir caro o barato según sea su rendimiento. Un buen gestor de la cosa pública saldrá siempre a cuenta por mucho que cobre, mientras que un incompetente resultará por fuerza caro aunque desempeñe gratis su cometido.

Eso sí: queda un poco feo que alguien intente redondear al alza su sueldo inventándose –y cobrando– más viajes que Gulliver. Con lo fácil que es pedir un aumento.

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