Cediendo tal vez a un arrebato de republicanismo cívico, los concejales lucenses del Bloque acaban de proponer el divorcio de la calle que en esa ciudad lleva el nombre de la Duquesa de Lugo. Para ello, los nacionalistas instaron al pleno a que la mentada vía urbana sea partida por gala en dos, de tal modo que la acera izquierda se llame Infanta Elena y la derecha, Jaime de Marichalar. O viceversa, que en estas delicadas cuestiones no está bien prejuzgar la ideología de los divorciados.

Alegan muy sensatamente los ediles del BNG que un título nobiliario como el de los Duques de Lugo sólo puede ser compartido por los cónyuges mientras se mantenga el vínculo matrimonial. Una vez disuelto éste, como acaba de ocurrir en el caso que nos ocupa, lo lógico es que se proceda al reparto de bienes de la sociedad conyugal. Dado que el mentado matrimonio vivía en régimen de gananciales cuando el Ayuntamiento de Lugo decidió obsequiar con una calle a la Infanta, parece natural que también este patrimonio honorífico sea dividido entre los dos antiguos contrayentes.

Más allá del retintín republicano que pudiera haber o no tras la propuesta, la noticia no deja de resultar curiosa: y no sólo por las dificultades que sin duda implicará el proyecto de divorcio de una calle en dos aceras de distinto nombre. Fácil es imaginar la confusión que tal medida desataría entre el honrado gremio de carteros en el caso de que la moción del Bloque fuese aprobada por el consistorio; pero eso, aun siendo importante, no supera la categoría de anécdota.

Lo verdaderamente notable es la rareza que supone un divorcio, aunque sea real, en estos tiempos de crisis. Si las estadísticas y la mera lógica no fallan, el número de rupturas matrimoniales empezó a decaer hace ahora dos años, en exacta coincidencia con el estallido de la burbuja inmobiliaria y las millonarias cifras de paro que el negocio de la construcción arrojó a partir de entonces.

Es natural que así ocurra. Bien advertía San Ignacio que en tiempos de tribulación no conviene hacer mudanza y, por lo que se ve, las parejas españolas se están aplicando a rajatabla este sabio consejo. Además de cara, una separación conyugal trae como secuelas necesarias la división de bienes y la pérdida de estatus económico de las dos partes implicadas: razones más que suficientes para evitarla en momentos de penuria como los que ahora vivimos. Por insólito que parezca, nada hay mejor que una buena recesión económica para apuntalar los cimientos a menudo tan inestables de la institución matrimonial.

Cierto es que todavía hay clases y clases. Como tantas otras cosas que empiezan a quedar fuera del alcance de la clase media, el divorcio está a punto de convertirse en privilegio de ricos y/o de gentes vinculadas a la realeza. La caída del PIB con su triste secuela de desempleo ha determinado que ya no se divorcie quien quiera, sino más bien quien pueda. Al igual que el Mercedes o el chalé, la ruptura conyugal lleva camino de ser un artículo de lujo y un signo de prosperidad para aquellos que puedan permitírsela.

Todo ello convierte en muy razonable -pese a su carácter algo jocoso- la propuesta que el grupo municipal nacionalista acaba de formular en el ayuntamiento de Lugo. Si los dos miembros de la ex pareja real han decidido tarifar y llevarse cada uno lo suyo, parece lógico que también la calle a la que dan su título sea dividida al cincuenta por ciento entre ambos.

Acuerdos así contribuirían sin duda a popularizar y acercar la institución monárquica al pueblo mucho más que esas otras imágenes -un tanto crueles- en las que la figura cerúlea del (ex) Duque de Lugo es sacada en carretilla del Museo camino de algún oscuro almacén. Y, por si fuera poco, los lucenses y los gallegos en general podrían jactarse de tener la primera calle divorciada de España. Lo que aquí no inventemos…

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