El año 2010 llega con una carga simbólica. Aunque en realidad la entrada en la nueva década no será hasta 2011, lo cierto es que en la conciencia ciudadana ha calado la idea de que se acaba un periodo y se inicia una nueva etapa. Como la que está a punto de abrirse en el sur de Galicia con las elecciones en la Universidad de Vigo, una institución obligada a jugar un papel clave en el progreso de su entorno.

Tras veinte años de existencia, la Universidad de Vigo ya no es una institución débil, sin recursos, que simplemente busca su supervivencia. Al contrario. En este periodo ha protagonizado notables aciertos y éxitos. También ha cometido no pocos errores, algunos inevitables, otros innecesarios, muchos previsibles. De lo que se trata ahora es de dibujar su futuro, a corto y medio plazo, en busca de un salto de calidad.

El nuevo equipo de gobierno está obligado a marcar una hoja de ruta clara, con objetivos concretos y factibles. Su mandato estará, sin duda, condicionado por la situación de crisis que afecta a toda la actividad económica del país, pero ello no puede convertirse en la coartada perfecta para eludir la toma de decisiones. La crisis es general, y ha venido para quedarse durante un tiempo. En este contexto la optimización de recursos, la elaboración de un catálogo de prioridades y la austeridad deben ser herramientas imprescindibles para mejorar las prestaciones de una institución, por lo general, refractaria a la autocrítica y a la asunción de responsabilidades. Estabilizada su matrícula en 22.500 alumnos y con 189 millones de euros en sus presupuestos, los ciudadanos gallegos que pagan con sus impuestos la Universidad de Vigo tienen derecho a pedirle un poco más. Entre otras cosas, más compromiso con su entorno. Más liderazgo. Más protagonismo.

Algunos rectores, el actual Alberto Gago entre ellos, han mostrado un cierto desistimiento hacia el entorno en el que vive y se nutre la Universidad. Para ellos, las obligaciones de la institución se limitaban a formar a los alumnos y a promover la investigación, en genérico, de sus diferentes equipos. En su última intervención pública ante el Claustro, el pasado diciembre, Gago pronunció un discurso autocomplaciente con su gestión y crítico con otras instituciones y poderes que, en sus propias palabras, "nos acosaron con injerencias" y promovieron su asfixia financiera. Tras admitir que la institución había perdido "presencia, influencia y cohesión", Gago no dudó en calificar su gestión de "excelente". Un mal ejemplo, sin duda, de lo que debería ser la ciencia. Ensayo y error. Si algo falla, se corrige. No deja de ser, por lo demás, curiosa la bronca del rector a una clase política, en el poder legislativo o el ejecutivo, de la que forman parte no pocos profesores universitarios en excedencia y una inmensa mayoría de titulados en Galicia. Nuestros políticos, se deduce de su intervención, son ex universitarios que castigan a la universidad. El maniqueísmo se compadece mal con el saber y la ciencia.

Tras su renuncia a repetir como candidato a rector, se abre ahora un periodo electoral intenso e ilusionante. Los catedráticos Jaime Cabeza y Salustiano Mato ya han anunciado su intención de concurrir al cargo. El primero es muy crítico con la línea seguida por Gago, al que le reprocha un mandato de "conflictos innecesarios y malísimas relaciones políticas e institucionales". Y promete normalizar este clima. El segundo, ex alto cargo del bipartito por la cuota del BNG, promete convertir a la universidad "en un aliado estratégico de la ciudadanía", acercando la institución a la calle.

En sus manos, si es que no se presenta una tercera vía, descansará la responsabilidad de introducir una nueva velocidad en la marcha de la Universidad. Pero para ello, antes de mirar afuera, deberá revisar el estado de la "casa". Exigir a los miembros de la comunidad universitaria un mayor esfuerzo (¿es de recibo que un profesor, aunque tenga obligaciones como decano, imparta apenas tres horas a la semana de clase?), mayor austeridad en la administración (¿de verdad son necesarios once vicerrectorados, un gerente y seis vicegerentes?) y mayor implicación (¿dónde está la voz de la universidad en la mayoría de los retos –en la política industrial, financiera o medioambiental– que tiene ante sí Galicia?) y una visión global, que entienda el factor local. Que apueste por la competencia sin complejos. La Universidad de Vigo no puede ser un coto cerrado, una institución narcisista, burocratizada y ensimismada, sino un espacio donde florezca el talento, la reflexión, y la capacidad, el saber, de mentes despiertas e imaginativas. Un ámbito en el que se penalice la indiferencia y la pasividad.

Por supuesto, la institución está en su derecho, y deber, de exigir más recursos a la Administración pública, y ésta tiene la obligación de atender esta petición para mejorar las infraestructuras y los recursos humanos necesarios para ganar en eficacia y eficiencia. En esa exigencia contarán con el apoyo general e incondicional. Pero en tiempos de retracción económica la queja aporta muchísimo menos que el esfuerzo. El dinero es importante, pero no lo es todo, como ha demostrado la sociedad civil viguesa a lo largo de la historia, al paliar con su capacidad emprendedora, su iniciativa y su sacrificio la endémica falta de apoyos institucionales.

La Universidad tiene que formar alumnos capacitados y competentes, al nivel de sus vecinos europeos, pero también ciudadanos responsables. Debe buscar la tan citada excelencia, impulsar líneas y equipos de trabajo solventes y capaces. Pero, al mismo tiempo, ha de ser útil, un adjetivo éste que, al oírlo, a algunos responsables universitarios parece levantarles sarpullidos. Pero es exactamente así. La Universidad de Vigo debe ser un instrumento esencial para que Galicia, y en particular el sur, mejoren sus ratios de riqueza y progreso. Siempre se ha dicho que esta institución tiene la misión de convertirse en motor del desarrollo y bienestar. Ese destino se mantiene intacto. En su consecución, hay una coincidencia absoluta de que es imprescindible potenciar la investigación y el desarrollo. En el caso de Vigo, a ese sacrosanto I+D habría que sumarle una tercera letra: la C, de compromiso.