Apenas dos o tres semanas después de que la Cumbre sobre el Clima se congelase en Copenhague, una ola de frío polar hiela ahora las carreteras de Galicia, cubre España con un manto blanco y tiene al resto de Europa macerada en nieves. El calentamiento global augurado en su teoría del Apocalipsis de los Termómetros por Al Gore retrasa su llegada un invierno tras otro.

A juzgar por las tenaces heladas que inauguran cada año el mes de enero, parecerían llevar razón más bien los científicos que allá por los años setenta del pasado siglo pronosticaron la arribada de una nueva Edad del Hielo a la Tierra.

Se hablaba entonces del inminente comienzo de una "era glaciar" que dejaría tiritando al planeta, pero lo cierto es que aquella teoría de un mundo on the rocks no tardó en pasar al olvido. Tanto es así que treinta años después ha sido reemplazada por otra que sostiene justamente lo contrario. La nueva tendencia en las pasarelas de la moda científica predica el deshielo de los polos, la crecida del nivel de los mares, el aumento de las temperaturas hasta extremos de bochorno sahariano y toda suerte de desdichas ligadas a esos desarreglos de la atmósfera.

Terca como suele serlo, la realidad se niega a adaptarse –por el momento– a esos calurosos pronósticos respaldados por un panel de 1.500 sabios a quienes la ONU comisionó para tratar de frenar la fiebre que amenaza al mundo. Basta con echar un vistazo a los registros de temperatura de los últimos inviernos para llegar, en efecto, a la fácil y acaso equivocada conclusión de que aquí sigue haciendo tanto frío como de costumbre, sino más.

El mes de enero de 2008, sin ir más lejos, habría sido el segundo más fresco de los últimos quince años en la Tierra, según certificaba entonces un informe de la Universidad de Alabama, que tiene entre sus ocupaciones la delicada tarea de tomarle la temperatura al mundo. De ser ciertos sus cálculos, el termómetro que mide las calenturas de nuestro planeta bajó 0,6 grados, glacial circunstancia que los científicos atribuyeron a la influencia de la corriente de La Niña durante aquel frío enero.

Podría ser una anécdota, pero lo cierto es que la tendencia se mantuvo en 2009, cuando Galicia y Europa registraron uno de los inviernos más fríos de la última década. Y, a falta de datos comparativos, no parece que el gélido comienzo de este nuevo año vaya a suponer cambio alguno en los hábitos –más bien fríos– que la atmósfera viene manteniendo a despecho del casi unánime pronóstico de la ciencia que no para de anunciarnos calores sin cuento.

Indiferente a los augurios de los científicos, el calor no ha vuelto a dejarse sentir por Galicia desde el ardiente verano de 2006, cuando una combinación de sequía e imprevisión gubernamental se llevó por delante el tres por ciento de la superficie forestal de este reino. Tampoco hay noticia de que la anunciada subida de los océanos sumergiese bajo las aguas a ninguna de las setecientas playas de este país con vistas a dos mares, o que haya bajado siquiera la habitual ración de lluvia con la que los cielos contribuyen a que la verde Galicia mantenga su color año tras año.

No es menos cierto, sin embargo, que los expertos en estas cuestiones vienen detectando el progresivo deshielo de los glaciares y otros inquietantes síntomas que al parecer ratifican la hipótesis de un calentamiento global de la atmósfera cuyos efectos comenzarían a notarse en las próximas décadas.

Dado que la ciencia es la religión de nuestro tiempo, bien podríamos estar ante una mera cuestión de fe. Habrá quien dé crédito a los sabios que ahora profetizan el caldeamiento de la Tierra y quien prefiera creer a los que hace más de treinta años sugerían que nos íbamos a quedar helados. A los gallegos, gente de talante escéptico, puede que estas cosas no les den frío ni calor. Será porque nunca llovió que no escampara.

anxel@arrakis.es