Días antes de que empiece la campaña de vacunación contra la gripe A, la ministra de Sanidad ha rogado públicamente a los médicos de toda España que den ejemplo y se inmunicen con el correspondiente pinchazo. La recomendación parece superflua, pero tal vez no lo sea tanto si se tiene en cuenta que la mayoría del personal sanitario considera que ni el riesgo es grave ni la eficacia de la vacuna está comprobada. Qué sabrán ellos.

Mucho más docta en estas cuestiones, la ministra Trinidad Jiménez ha instado a la plantilla de galenos bajo su mando a cumplir con las instrucciones del Gobierno, aun admitiendo que los médicos son "reacios" a obedecerlas. Más o menos ha venido a decir que si no por su propia salud, lo hagan por la de sus pacientes, a quienes podrían fácilmente contagiar dada la indefensión de estos últimos frente al virus.

La ministra del ramo sanitario no es médico sino licenciada en Derecho, pero eso no ha de deslegitimarla en modo alguno para dar consejos y hasta exhortar a los facultativos a que cumplan con sus obligaciones. De acuerdo con su profesión, tal vez quiera ejercer de abogada de causas imposibles ante los doctores que tan obstinadamente se resisten a ser vacunados.

Por desgracia, la credibilidad de los gobernantes españoles es manifiestamente mejorable: lo mismo cuando nos dicen que no hay crisis económica alguna que cuando tratan de meternos el miedo en el cuerpo con la amenaza de una descontrolada epidemia de gripe. A fuerza de sufrir engaños, el pueblo en general ya no se cree nada y –por lo que se ve–, tampoco los médicos.

Ni siquiera la propia ministra parece muy convencida de las recomendaciones de su departamento, a juzgar por la desenvoltura con la que va por ahí dando besos potencialmente contagiosos a modo de saludo. Una costumbre a la que no ha podido renunciar Trinidad Jiménez por mucho que la propaganda de su ministerio insista en la necesidad de lavarse las manos, evitar los besuqueos y no compartir el uso de la vajilla con desconocidos e incluso con familiares.

Es natural. Semejante campaña estaba destinada al fracaso en un país latino como éste, donde lo habitual es que la gente se bese con profusión aunque se lleve a matar y donde todos practicamos el alegre compadreo del brazo sobre el hombro.

Por parecidas razones, no ha de extrañar que una mayoría de médicos desoiga el llamamiento a la vacunación de los llamados "grupos de riesgo" en el que con tanto y con tan poco éxito porfían las autoridades sanitarias. Si la población en general intuye que la alarma es cuando menos exagerada, parece lógico que los profesionales del gremio reaccionen aún con mayor escepticismo frente a las prédicas gubernamentales.

Sigue vigente, después de todo, la vieja sentencia clínica según la cual la gripe se cura en una semana con la adecuada medicación y en siete días si el paciente se limita a meterse en cama. Pero eso resultaba demasiado sencillo y acaso poco rentable para las cuentas de la industria del fármaco. Ignorando las virtudes de una receta de tan comprobada eficacia, las autoridades encabezadas por la Organización Mundial de la Salud no dudaron en sembrar el pánico entre la población con el coco de la gripe A. Una enfermedad que, a diferencia del trancazo de todos los años, podía ser tratada y acortada –al parecer– mediante pócimas antivirales que, lógicamente, no tardaron en agotarse en las boticas.

Ahora son los propios médicos quienes, con su mayoritaria negativa a vacunarse, ponen en cuestión la peligrosidad que el Gobierno atribuía y todavía atribuye a una dolencia aparentemente menos letal que la gripe de toda la vida. La ministra, erre que erre, insiste en que se pinchen, para dar ejemplo; aunque ella misma vaya dando besos por ahí en abierta contradicción con sus propias recomendaciones. Ha de ser por eso que la gente está tan tranquila.

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