Recuerdo el asombro que me produjo, en mi infancia, averiguar que en las corridas de toros había localidades de sol y de sombra. Me parecía extraño pagar por algo que fuera de la plaza se podía obtener gratis: si querías sol, te colocabas en esta acera; si sombra, en la de enfrente. Pero aquella distinción marcada por el precio de la entrada y aprendida de niño (un tío mío era muy aficionado a la fiesta) me hizo concebir el mundo dividido en dos mitades. Y así era como estaba hecho en realidad, lo que se advertía en todas partes, aunque en ninguna de un modo tan gráfico como en los toros. Mi tío iba siempre a sol, porque era más barato. De ahí que sus mejores tardes fueran las nubladas, pues gozaba de la comodidad de los ricos al precio de los pobres. Cuando venía a cenar a casa después de una corrida, nos contaba que los días nublados los espectadores de sol se reían ingenuamente de los de sombra, a los que llamaban paganinis.

Aquellos domingos yo me iba a la cama con la sensación de estar rozando algo importante, aunque no sabía qué. Imaginaba plazas de toros en una de cuyas mitades llovía y en la otra nevaba; en una de cuyas mitades era de noche y en la otra de día; en una de cuyas mitades había gente fea y en la otra guapa... Fue entonces sin duda cuando interioricé la dualidad como una forma de percepción homologada. Vivíamos en efecto en un mundo, en cierto modo, bipolar, un mundo de gente feliz y desdichada, de santos y demonios, de gente rica y pobre, alta y baja, negra y blanca, loca y cuerda... La misma Tierra se dividía en dos mitades por la línea del Ecuador, que separaba dos universos irreconciliables.

Tal era la educación que recibimos, quizá es la que se recibe todavía. En las democracias que admiramos por considerar que son las más avanzadas, sólo hay dos partidos, uno de sol y otro de sombra. Lo que pasa es que cuando sales a la calle el asunto se complica. Es lo que ocurrió cuando mi tío me llevó a una corrida de toros. Comprobé que había, en efecto, asientos de sol y sombra. Pero había además un animal al que picaban, banderilleaban y estoqueaban para solaz de todos los espectadores, los de este lado y los de aquel. En otras palabras, que siempre se podía caer más bajo.