Recuerdo que la primera vez que me acosté con una fulana en el barrio chino, ella me preguntó qué tal lo había pasado. "Muy bien; lo he pasado muy bien", contesté un poco incómodo. Ella rehizo la cama estirando grosso modo la sábana, retiró de mi mano el dinero a pagar por el servicio y me tranquilizó con la rutina pedagógica con la que supuse que antes había tranquilizado a otros como yo: "Pues eso no es nada, ¿sabes?. Te lo pasarás mejor cuando aciertes con el agujero"... Entonces todo lo relacionado con el catre me parecía vergonzante y complicado, pero ahora que soy mayor y me he revolcado durante muchos años en los cocederos más sórdidos del orbe lupanar, sé que aquella señora había actuado al mismo tiempo con sinceridad y con delicadeza, dándome a entender que la ceremonia del sexo en cierto modo se redondeaba con la misma liturgia con la que resolvería un jugador neófito el golpe soñado con el que igualar por primera vez en el golf el dichoso par del campo. Conocí luego a muchas mujeres como aquella y compartí con ellas circunstancias como la de entonces, lo que pasa es que con el transcurso del tiempo la conversación se fue mezclando con el sexo, los sentimientos desplazaron a los impulsos y cuando quise darme cuenta resultó que la literatura había empezado a relegar a los instintos, de modo que ya no podía acostarme con una de aquellas chicas sin antes convencerme de que lo que hacían nuestros cuerpos al restregarse en la berrea del catre no era otra cosa que aprovechar el sudor para amasar a oscuras el pan ácimo y marrón con el que podrían haber comulgado a la salida de la escuela los niños ciegos. Es cierto que sus estudios no tenían mucho que ver con mis estudios y que sus expectativas eran más inciertas que las mías, pero yo estaba seguro de que la sordidez en cierto modo nos igualaba y que a efectos de sabiduría vital las cosas que yo pudiese enseñarle a ella no tendrían en absoluto más valor que las que ella pudiese contagiarme. Yo le recomendaría luego un libro de cabecera y ella a cambio me daría las señas de un urólogo de confianza. El uno se habría convertido de ese modo en el complemento del otro y dejaríamos correr el asunto sin importarnos que aquello desembocase en algo serio, tal vez en una de esas historias en las que el sexo es un sitio húmedo, pero agradable, en el que sentarse a envejecer. Veinte años después de aquella primera experiencia en el barrio chino me reencontré en los andurriales de Vigo con la mujer con la que había debutado tanto tiempo atrás en cama, me di a conocer, nos tomamos unas copas y me preguntó como me iba. Aunque creo recordar que me costó mostrarme convincente, le dije la verdad: "Sigo en las mismas, ya sabes, la furia, los instintos, las expectativas y todas esas cosas... pero ya nada es como entonces. Sé sobre este ambiente más de lo que imaginé que llegaría a saber si hubiese nacido en él. Casi ni recuerdo la decencia. Hace tanto tiempo de aquello... Los excesos sexuales están amenazando mi capacidad para la literatura porque, ¿sabes que te digo?, porque ya no soy capaz de soñar cosas que me impresionen más que la realidad. La esporádica suerte de dormir se me ha convertido en un verdadero desperdicio. En cierto modo diría que soy feliz, pero se trata de una felicidad como automática, algo trivial y aritmético, una alegría tan insatisfactoria como si la felicidad se me hubiese convertido en un deber. La lista de las cosas que de muchacho creía interesante aprender se ha convertido con el tiempo en la lista de las cosas que me convendría olvidar. A veces pienso que era más feliz cuando disfrutaba menos"... Yo estaba desencantado y ella estaba mayor. A punto de cerrar el garito en el que nos reencontramos, me dijo: "Siempre quise ser algo que valiese la pena, no sé, cualquier cosa que no oliese mal, pero dejé la escuela después de haber aprendido apenas a borrar el encerado. Ahora tengo cincuenta tacos, cielo, y no hay en la farmacia un solo medicamento que me haga en el hígado menos daño que el alcohol. A veces me miro al espejo y hasta me parece que se me haya subido a la cara el bajo vientre. Dices que estás desencantado. ¿Como supones que me siento yo? Te diré algo: En este oficio se empieza cuando por culpa del hambre te falla la conciencia; y se acaba, cariño, cuando por culpa de la edad te fallan los estrógenos". Rematada así, la historia queda algo coja, lo reconozco, pero eso se debe a que en el viaje de regreso a Compostela noté que mis recuerdos se resentían por culpa de que a mi sueño le renqueaba el coche...

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