De modo que, visto lo que hay, parece difícil negarle razón a quienes consideran que la proclama de ayer en el Parlamento de Galicia contra los tránsfugas es poco más que un gesto, una especie de brindis al sol. Porque a la vez que sus señorías rizaban el rizo de la dialéctica, en Silleda, Láncara y en Folgoso unos cuantos se reían a mandíbula batiente. Y lo peor es que lo hacían, además, con la ley a su favor y en la mano.

Es cierto también que en democracia los gestos son importantes e incluso en ocasiones básicos para reforzar la confianza de los ciudadanos en su propio sistema. Pero sirven para lo que sirven, y si no van acompañados, en un plazo razonable, de hechos acaban convirtiéndose en lo más parecido a una burla, y por lo tanto siendo bastante peor como remedio que la enfermedad que pretenden curar.

En este punto, y antes de añadir algo más, conviene recordar que, efectivamente, la solución más drástica contra el nomadismo político -en el supuesto de que haya de condenarse: hay quien sostiene, aunque son los menos, aquello de Churchill de que a veces para seguir pensando igual hay que cambiar de partido-, es la expulsión del cargo, porque la retirada del carnet de militante es inocua. Y como la Constitución no lo autoriza, pues a otra cosa mariposa.

Ocurre que si hubiese en todo esto y de verdad la misma voluntad aparente de ayer en la Cámara, se podría hacer algo más de lo que parece posible. Al menos para evitar el truco de la baja voluntaria: por más que se declare que no volverán, los que se vayan, a donde solían, siempre hay modos de saltarse la prohibición. Quizá habrían debido añadir ayer sus señorías la prohibición de pactar mañana la "gobernabilidad" con los hoy tránsfugas, pero ésa es harina a de otro costal.

Y, en hablando de pactos, llama la atención que la Cámara se alinee contra unas prácticas y nada diga sobre sus orígenes, que son con cierta frecuencia unos acuerdos mal paridos y peor aplicados. Lo malo es que -como los cambios de grupo político- son legales, y limitarlos, y ni se diga regularlos, requeriría una ingeniería reglamentaria de primer orden.

Ese es el quid, y no otro: la necesidad no de más proclamas -por convenientes que casi siempre sean los gestos como el de ayer- de buena voluntad, sino una reforma a fondo de la legislación vigente, con toda probabilidad muy útil hace treinta años pero que en algunos aspectos ya no responde a las necesidades actuales.

¿Eh?