Dada la estructura caciquil de los partidos políticos en España y su irregular sistema de recaudación de fondos, la corrupción es inevitable pese a la generosa aportación del Estado a su mantenimiento. Los gastos son muy elevados y el dinero de las arcas públicas no llega para mantener el tinglado de la representación popular. Es una realidad que no se puede esconder porque todos los partidos, en su respectivo ámbito nacional, se han visto implicados en escándalos parecidos. PSOE (Filesa), PNV (Tragaperras), CiU (Casinos y Banca Catalana), CDC (Palau de la Musica) y PP (Naseiro y Gürtel). Y seguramente habrá muchos más casos que no salieron a la luz. Junto a estas grandes trapacerías, hay corruptelas locales, provinciales y autonómicas, de rango menor, cuyos beneficios revierten en la caja de las respectivas agrupaciones territoriales, salvo que la recaudación sea tan abundante que haya margen para traspasar excedentes a la sede central. Los medios para allegar estos ingresos atípicos son muy variados, pero si las entregas no se hacen en mano, o so pretexto de donaciones, hay que recurrir a organizar un entramado de sociedades interpuestas para disimular el objetivo real. Por supuesto, los encargados de realizar estas labores de intermediación han de ser personas de toda confianza de la dirección del partido, bien porque sean militantes o cargos de relieve del mismo (diputados, alcaldes, concejales etc.), bien porque sean simpatizantes familiarizados con las prácticas comerciales y los avatares de los negocios. Lo malo que tiene este sistema clandestino es que el control de las recaudaciones irregulares se hace muy difícil para el tesorero y para la cúpula directiva (que tienen que aparentar no darse por enterados de lo que ocurre en el pozo negro) y de esa circunstancia suelen aprovecharse los intermediarios para cobrarse por la mano más comisión de la que había sido pactada por sus servicios. Castigar una ilegalidad consentida, en una organización cuyo objetivo fundacional consiste en preservar la legalidad democrática, es una tarea complicada, y una vez desechado, por demasiado expeditivo, el método gansteril de eliminar físicamente al caído en desgracia, la solución suele pasar por enviarlo a un retiro dorado (a ser posible en el extranjero) para que reflexione y mantenga la boca cerrada. Por desgracia para los corruptos, no todo el mundo sigue esa regla no escrita y nunca falta algún resentido que se va de la lengua y la trama acaba en el juzgado. Así pasó en el caso Filesa y así está ocurriendo en el caso Gürtel. A partir de ese momento, tapar el escándalo se hace imposible. La prensa encuentra un filón de entretenimiento por capítulos, los partidos contrarios aprovechan la ocasión para meter el dedo en el ojo y la opinión pública se divide. Los votantes de los partidos no afectados se rasgan las vestiduras hipócritamente y los votantes del partido salpicado le echan la culpa de su desgracia a una turbia conspiración política ayudada por jueces y policías corruptos, y jaleada por la prensa enemiga. La solución final no siempre es la misma Si el partido, como ocurrió en el caso Filesa, está en el Gobierno y tiene un liderazgo firme, el escándalo se resolverá echándole toda la culpa a cuatro chivos expiatorios. Si el partido, como en el caso Gürtel, está en la oposición y con un liderazgo discutido, el escándalo puede derivar en una grave crisis interna.