Aunque es una frivolidad juzgar una época histórica con los criterios de otra posterior, quizás nos hayamos pasado los españoles de militaristas cuando diseminábamos la sangre de nuestros soldados por el orbe conocido. Entonces la vida no valía un chavo y las muertes en combate no pasaban del nivel de actos administrativos que en muchos casos ni se constataban. Eso sigue siendo así en las distintas guerras salvo que ahora hay ejércitos que al menos tienen la delicadeza de recoger los cuerpos y enviar una notificación a los deudos de sus caídos en combate, exaltando su heroísmo y con una medalla si la hubiere. No es así en España, donde poco falta para contratar colectivos de plañideras en grandes actos públicos llenos de políticos llorosos que a cada muerte dudan si mantener las tropas enviadas tras acuerdos legitimados, no sé si por la moral, pero sí por los Parlamentos correspondientes.

Podríamos pensar, y ojala fuera así, que los países más cultos están atravesados por un sentido de la solidaridad con nuestros muertos y una sensibilización cultural mayor que, como ocurre incluso ante el toreo, no acepta el sacrificio de la muerte y empieza a poner en cuestión la licitud del viejo arte de la guerra. Sin embargo algo hace sospechar que la organización de grandes eventos funerarios, parecidos a los de exaltación de los muertos "caídos por España" de Franco pero revestidos por el sello de la democracia y la lucha por la paz, no son más que manifestaciones de esa teatralización y espectacularización de la realidad tan propias de estas sociedades en las que, tras cada culo ciudadano, hay una cámara buscando un pedo que se convierta en cabecera del telediario. Actos multitudinarios de alianza en la tragedia con escenografía, artes escénicas y teatrales intervenciones políticas que surquen el lago de las emociones, dejen atrás el tedio cotidiano y recuperen el calor de una comunidad que se echa en falta. Ideal para subir audiencias y facturar la publicidad correspondiente. Pronto veremos en medio de la retransmisión de uno de estos actos un spot en el que una marca se solidarice con las víctimas o recomiende una infusión tranquilizante.

¿Puede ser una madre llorosa el índice referencial por el que se mida la idoneidad o no de la presencia de nuestro ejército en una misión? En España nuestras medios de comunicación no han querido desperdiciar esa golosa tarta que supone el dolor de la muerte, introduciéndose en las salas de estar de las viudas o padres de los soldados caídos para recoger lágrimas, gimoteos y palabras en que se mezcla su sorpresa, la familia que deja y una reclamación por la vuelta de las tropas sin que falten declaraciones de vecinos sobre lo bueno que era. "Y decían que era una misión de paz", gemía una de estas honorables madres hace poco. ¿Y qué van a decir quienes hablan desde el corazón de los afectos? ¿Quién de los deudos va a darle un sentido a la muerte a distancia en un país de cultura desconocido? En cuanto a los políticos, supeditados a lo que sale en las pantallas, vuelan, van, vienen y dan el pésame hasta al apuntador por cada soldado herido y quiere la suerte que estos trágicos sucesos sólo ocurren de cuando en cuando y en número limitado. Cualquier día normal de Irak o Afganistán puede tener un saldo de muertos equivalente a años del nuestro y se supone que el dolor es el mismo en el Tercer Mundo, pero ya se sabe que hasta los muertos viajan en vagones de clases distintas y tienen diferentes despedidas.

El ex militar e historiador Gabriel Cardona me recordaba hace unos días que, desde el tiempo de los romanos, cuando una sociedad se enriquece sus naturales no quieren prestar servicios de guerra y hay que recurrir a los más pobres o a extranjeros emigrantes que en muchos casos están dispuestos a entregarse por la nueva bandera más que los nativos. Estas sociedades enriquecidas no sólo creen menos en los símbolos sino que empiezan a ser tan blandas que precisan contratar, salvo los mandos vocacionales, mano de obra para las labores más duras, desde la pesca a la guerra. Hoy el Ejército no se entiende si no es voluntario, mercenario, pagado, entre otras cosas porque los quintos de antaño no podrían asumirlo. Pero ¿hay que convertir en espectáculo lacrimógeno sus muertes como si fueran miembros de pacíficas ONG y no gente que sabe el contrato que ha firmado?